Prólogo

A mí lo que me gusta, lo que me gusta realmente es exagerar.

Así desde chiquito.

Desde Poe.

En verdad, Poe me convirtió en un exagerado (“Madman! I tell you that she now stands without the door!”). Fue ese pobre, pobre hombre quien hizo de mí un miserable.

Es que no hay peor destino que el destino del exagerado. Clínicas de rehabilitación, trastornos mentales, escándalos públicos...

Pero también, a veces, una laptop. Teclear en la noche infinita…

Siendo exagerados, los relatos contenidos en este libro tienen una cualidad compensatoria, clásica diría yo (clásica, anacrónica) que los hace accesibles, previsibles, cosa buena a veces. A diferencia de mi previo libro de cuentos, éste es menos pretencioso, más público, menos original, más legible. Fue hecho para entretener, y no epatar. Tampoco fue hecho necesariamente para explorar la condición/comedia humana aunque, de hecho, la explora.

Tránsito en la casa es un brevísimo y típico cuento de espantos, en un típica (racista, clasista) casa guatemalteca. Salvo esta pincelada, no tiene casi nada de especial. Fue hecho por encargo para el diario Siglo XXI que después no lo publicó, por parecerles demasiado polémico. Y ya ven, se hacen llamar Siglo XXI. La mujer que trabajaba en mi casa entonces, por cierto, se llamaba Tránsito (este detalle no es exageración, pues) y le tengo un especial cariño. Mientras ella limpiaba, yo escribía. O sea que mientras ella limpiaba, yo ensuciaba.

Me da gusto verte, Raquel es acto (creativo) de solidaridad y un cuento que a mí en lo personal me gusta, pero a los demás resulta que no, y prueba de ello es que lo mandé como a tres concursos y no pegó en ninguno; y que lo mandé a Rafa Gutiérrez a la Revista de la Universidad de San Carlos, y me dijo que no lo publicaría (siendo él quien me había pedido el relato en un principio). Lo escribí luego del atentado de España (el del 11–M). Me sentí un poco incómodo redactándolo, ya que es un relato sobre un hecho real –y extremadamente delicado– que no vi ni presencié, así que la atmósfera general, los detalles, los personajes, puede que todo esté equivocado. Es más: estoy seguro que está equivocado. No soy español, nunca he estado en España, ni siquiera sé cómo dialogan allí, más allá de los lugares comunes, que son los que nunca sirven. Al final opté por no situar el cuento en España. Nunca queda definida la ubicación. Por demás, posee un ligero momento místico que lo emparenta con lo fantástico, lo fantástico/espiritual.

La celestial orilla es cuento corto y contundente. Lo que me gusta de él: el momento sobrenatural aquí es casi inexiste, por eso es me gusta. Un alegato contra la violencia de mi país.

El antes y el después es un esperpento; sirvió para denunciar un montón de cosas –y entre ellas: esa asquerosa forma en que nos hemos empoderado con la propia historia: la indignación que usa y se aprovecha. Me tomé el tiempo de burlarme de algunos artistas del performance: se toman ellos demasiado putamente en serio. Fue escrito con miras de participar en el concurso Myrna Mack, y ganó (2005). Está dedicado a Ariel Ribeaux, escritor, crítico de teatro y de arte, cubano que salió de Cuba para morir en Guatemala, de un plomazo. Mejor ejemplo del llamado samsara no existe. Dios bendiga su risa caribeña.

DL también fue escrito para el concurso Myrna Mack (no ganó, aunque sí llegó a los finalistas ese año). Por esos días había estado el Dalai Lama en Guatemala, de allí brotó la historia. No es fácil escribir con corsé (el concurso Myrna Mack exige siempre determinadas temáticas, más bien tiesas) y me gustó cómo me las ingenié para hacer una historia de contenido social en un ámbito perfectamente fantástico. Incluí a Myrna Mack como un personaje de la historia, y hasta le inventé un noviazgo en el seno del relato, lo cuál es una tremenda licencia, y es mi deber consignarla, porque en rigor nunca la conocí ni tengo idea de cómo era ella ni me tomé el tiempo de averiguarlo. Lo único que conozco a ciencia cierta es que la asesinaron, a ella y a muchos. El cuento está dedicado a mi abuela, Olly, que siempre se interesó en el budismo, y yo, cuando era chiquito, miraba pasmado los budas serenos, y poderosos, en la sala de su casa.

50% SALE es un cuento con aires de Bradbury, maestro. Como también lo es Veinte pedazos de cabeza, dedicado a mi suegro, que nunca conocí, muerto en accidente de carro. Practicaba el deporte del tiro, en el buen sentido, no como otros que practican el tiro por deporte, y no exactamente en un polígono. Por cierto, el polígono de Zacapa (de Zacapa, nada menos) lleva su nombre. Veinte pedazos de cabeza me parece un cuento excelente.

El ciudadano Gedaliah es el más original de todos los cuentos aquí reunidos. En una época, experimenté mucho con los hongos alucinógenos, llamados según se sabe “la carne de Dios”. ¿Qué pasaría si alguien comiese la carne de Jesucristo, pero no la carne metafórica o litúrgica, sino la carne carne? Tal fue mi pregunta.

La Ruina que Vino a Sara sirvió, yo creo, para burlarme de aquellos que creen que la naturaleza es una cosa blanda y sentimental. Notará el lector que hay una especie de travesura en el título (y en el título nada más) que medio emula el título de un relato de Lovecraft: The Doom that Came to Sarnath. ¿Por qué? Quién sabe. Es un sinsentido.

Imaginación y realidad se entremezclan, como la respiración de dos amantes…

Adivina quien viene a cenar fue inspirado en una visita que hice a la casa de Katharine Hepburn (la de Manhattan, no la de Connecticut). Creo que acerté con la voz narrativa, y creo que acerté con el hecho de que el espanto está allí desde el principio, y que es a él a quien le cuentan la historia de terror. Los dos subtemas son la inmigración y la homosexualidad, de la cuál nada sé, pero que siempre me ha interesado, como lo muestra mi nouvelle intitulada Labios.

Perro Jaguar recoge mi pasión por lo fantástico y por esa fantástica locación narrativa que es el lago de Atitlán.

Por último, quisiera establecer que dejé afuera un par de relatos con la misma arbitrariedad con los que dejé otros adentro.

Tantas cuartillas que han sido llenadas, para terminar huérfanas en el disco duro...

Bueno, no tantas. No exageremos.

Tránsito en la casa


A Tránsito

Ya está. Ya entró. Lo sé por el ruido de la aspiradora. Tránsito está aspirando. Quiere decir que ha usado su llave. Generalmente, soy yo el que le abro la puerta. Pero no cuando me estoy rasurando, como ahora. Cuando me rasuro, me gusta encerrarme en el baño, no salir por nada del mundo. Es un acto sagrado. Lo malo de encerrarme en el baño es que no escucho el timbre. Pero para eso le di la llave: para que entrara por su cuenta. A veces estoy dormido, o me estoy rasurando, o sencillamente no estoy. Y sin embargo, no me gusta nada cuando ella usa su llave, cuando entra a la casa con esa discreción propia de los humildes: porque entonces no sé si ya vino, o no. No debí darle esa llave. Al darle esa llave, le di una especie de poder sobre mi persona. Los infortunados no están hechos para poseer ninguna suerte de poder. Particularmente las empleadas domésticas. Porque en el caso de las empleadas domésticas, es todavía peor. Se vuelven abusivas. Por suerte, Tránsito no ha dado muestras de tanta abusivez... Tránsito: una hija del Pueblo, una Rigoberta… ¡Dura realidad la de los Pobres: toda esa desnutrición crónica, esa calcificación de las ideas, por culpa de tantísima tortilla! Al menos es una buena trabajadora. De hecho, es una excelente trabajadora. La mejor que he tenido. Pero eso no le quita lo intratable. Y tampoco le quita el hedor, los gestos. Las muchachas son tan torpes. Su sensibilidad motriz nunca iguala la nuestra. Las sirvientas en realidad carecen de sensibilidad motriz. Y de razón. Y de cerebro. Tránsito por ejemplo es una supersticiosa. Asegura que la casa está embrujada. Desde que vino a trabajar conmigo y desde que tengo memoria me está repitiendo que hay un fantasma en la casa, un espanto. Dice que en esta casa asesinaron a una mujer, hace un resto de años. “Ellos la mataron”, explica, sin especificar quiénes son ellos ni las fuentes de su relato extraordinario. Cuando Tránsito se pone a decirme esas cosas me dan ganas de matarla yo a ella. ¡Vulgar creencia de la gente! Tránsito es creyente rematada. Ya le dije que no me hablara de religión todo el maldito tiempo. A ella no parece importarle que la reprenda. Tiene esa sonrisa dorada y estúpida estampada en el rostro. Es anormal, a todas luces. No la soporto. Es la verdad. Por eso es que le pedí que ya no viniera cinco días a la semana, sino sólo los lunes, los miércoles y los viernes. Tránsito ha terminado de aspirar. Un cierto silencio providencial se instala en la casa. Mejor, así me puedo rasurar tranquilo. Pero oigo un gran ruido: ya botó algo, seguramente un florero. Tránsito es una verdadera desgracia. La detesto. ¿Es que no existe una sola cholera que haga las cosas bien en toda Guatemala? Ya me lo decía mi mamá, que en paz descanse: “Vigilá siempre a la de adentro”. “Sólo para romper o robar son buenas”, decía mi mamá. Mi mamá nunca se dejó de las muchachas, ni siquiera cuando se fue quedando ciega. Me la imagino solita, en su gran casa, rodeada de esas dos oportunistas. Pero siempre fue más lista que ellas. Creo que voy a echar a Tránsito de una vez por todas. Ya no la aguanto. Además, no es muy bueno que una empleada se quede mucho tiempo con uno. Con eso de los secuestros no se sabe. No es prudente. Hoy mismo le voy a decir que se vaya a la mierda. Que me deje bien sacudido todo, y después se largue. Ya estuvo bueno. Ni cerrar los chorros puede. Siempre quedan goteando. O todo lo contrario: los aprieta como si fueran chorros de pueblo. ¡Ninguna sensibilidad motriz, ya digo! ¿Qué? Otro escándalo, como si un mueble se hubiera caído. Allí está: la excusa perfecta para despedirla. Lo bueno es que hoy es viernes. Y eso me da el fin de semana para buscar a otra: otra muchacha. Aunque realmente no: hoy no es viernes. Es jueves. Pero entonces si hoy es jueves, si hoy no le toca venir a Tránsito, ¿quién está allá afuera, quién estuvo aspirando, quién quebró el florero, quien botó el mueble, quién está moviendo la manija de la puerta? 

Me da gusto verte, Raquel

Estaba en un tren, sí, un tren, tan sentado, tan aburrido como un animal que espera el fin del mundo. Me estaba muriendo sencillamente de hastío. Tenía una manzana en la mano. Afuera las nubes pasaban a gran velocidad, empujadas por un viento maligno. Grises nubarrones, con franjas ocasionales de claridad en sus bordes: un cuadro, una pintura cualquiera. Me rodeaban veinte, treinta pasajeros. Maldita sea, veinte o treinta pasajeros tan deplorables y acabados como yo, tal soldados regresando del frente. Advertí al hombre alto, el pelo blanco, las grandes gafas lentas. Él no sentado, sino de pie, como estirándose. Sujetándose sin convicción del asiento que otras mil y diez mil manos sin fe acaso ya habían sujetado antes. No era el único hombre alto; a mi lado, un señor (aunque con algo de niño enorme, atrofiado) miraba delante de sí, los ojos muy separados, completamente sin vida. En su cabeza no había nada: mercurio seco, algas viejas, polvo de libros olvidados.

Un tercer hombre hablaba solo, no lejos. Nadie le ponía atención. Y sin embargo, era digno de atención: era feo. Tenía el rostro de un reptil que alguien ha pisado hasta el cansancio, aplastado con desdén, sobradamente machucado.

Las estaciones del tren llegaban con una regularidad gramatical. Todas eran la misma, y todas presentaban el mismo formal tedio. Personas entraban y salían del tren, pero había que ser muy ingenuo para pensar que eso era movimiento; eso no era movimiento: era vacío disfrazado de movimiento. Los hombres son muchos, las vidas pequeñas, pequeñitas, los sueños también decaen, para convertirse en enfermedad, alinearse con nuestros órganos y sedimentarlos.

El tipo siguió hablando solo, hasta que una carraspera bochornosa le impidió decir más. Inmediatamente –como si se hubiesen puesto de acuerdo– una mujer alzó su propia voz en el vagón. Pero ella no hablaba sola; hablaba por el móvil; y además no hablaba, gritaba: “Mi hijo… Mi hijo… Sólo quiero saber en dónde está”, reclamaba la mujer: adulta, nerviosa, viva, muerta.

Pero entonces uno de los pasajeros, más bien joven, más bien insolente, irritado por la voz chillona y difundida de la mujer, la amenazó con la vista, como invitándola de una vez a callarse. La mujer dijo a su interlocutor: “Oye, te llamaré luego, ¿sí?”, cortó la llamada, calló. Hizo bien, porque el otro, el Insolente, sólo esperaba una excusa, un pretexto, razón, para descargarle encima el fémur de su rabia. Los demás mirábamos sin querer hacerlo. El viento helado, ártico o quemante, o tibio, ¿cómo saberlo?, masturbaba con su mano pasajera la piel metálica del tren. Pero adentro había calor, sin duda. Ese tipo de calor artificial que produce sudores artificiales. Todos sudan lo mismo, todos sudan igual, todos neuróticamente sudan, pero asimismo todos sienten asco por el sudor ajeno. De modo que ese asco por el prójimo prohíbe cualquier legítima soledad. No es que estemos solos: el problema es que estamos cuidadosamente aislados. Un libro, el periódico, cualquier taza de café sirven para no tener que alzar la vista. El pasajero común presiente que una mirada acaso menos venal que la suya lo está captando, y para no confrontarla se hunde más en un detalle automático: un libro, el periódico, cualquier taza de café. Pero tal mirada no existe, es imaginaria: nadie mira a nadie y todos estamos aburridos: frígidas viejas criaturas de peluche. Ah, niños asustadizos, ya sin la justificación de la niñez. Funcionen, funcionen, funcionen: amen su cansancio: les costará menos morir. Este clima de subpensamientos, estrategias desvirilizadas, ilusiones sin ánimo, prepara y alista al adulto como ninguna otra cosa: lo equivalente a autoembalsamarse. Así es. Así ha sido siempre. He cotejado toda mi vida mi cuerpo y mi cadáver; he sacudido las esperanzas y las tibiezas como erratas despreciables, tanto que el cuerpo y el cadáver son, hoy y siempre, aproximadamente lo mismo: raquítico almacén sin lujuria, eyaculando precozmente sus espasmos mediocres, punto final. Bien, qué importa, leamos libros y periódicos, hoy nomás, sin leerlos, bebamos café como los olvidados que somos, y salud por el hastío. De todos modos, la magia no vendrá a salvarnos. La historia se cansó de nosotros, como una esposa biliosa y abjurada. Me sujeto al asiento, yo también. En esa textura lisa, impersonal, básica, repetida, archivada, encuentro una resignación.

Y entonces: la explosión.

Lo vi todo en cámara lenta, la gracia, la minucia… los cuerpos bailando al torcerse. 

Los cuerpos no salieron disparados como al menos yo supondría que lo harían: desordenada, arbitraria, y caóticamente. Los cuerpos se proyectaron en el espacio según una trayectoria definida. Lo contemplé perfectamente: los anillos, dibujados, claros, nítidos en el aire, circunferencias, elipses, un diagrama fluido, complejo, maravilloso, oh, una obra de arte, como si siempre hubiese estado allí, pero sólo ahora, con la explosión, se manifestara en todo su esplendor y todo su designio. Entonces era cierto, y no solamente, y no apenas un movimiento de la fe… Existía: el Principio. Existía. Hilaba la muerte de estos hombres, los hacía bailar ardientemente… En el aire –un segundo, minúsculo segundo– iban Felices, Felices como nunca en su vida habían sido Felices. Esto es lo que no saben los que nada saben. De saberlo, talvez buscarían su propio fin sin dudarlo siquiera, sin un rasgo de ansiedad, sino como el que se sabe de antemano exigido por Dios. Pero nadie, acaso nadie intuye el mapa interpuesto en el mundo. Unos pocos han visto fragmentos refulgentes del mismo, pero jamás el trazado entero. Los hay que se contentan con ese fragmento, y piensan que han descubierto el todo, y sobre ese fragmento único fundan una religión, una iglesia, un templo. Está bien. Es lo que han podido ver. Otros saben que sólo están delante de un fragmento, y lo rechazan con desdén, eso: se sienten engañados. Otros ni lo ven: no lo quieren ver. Lo más difícil es que no existe un mapa único. Hay diez mil mapas. La reunión de todos los mapas es, bueno, es la presencia de Dios.

El hombre alto de las gafas holgazaneaba en tres pedazos en el tren.

El hombre que originalmente estaba a mi lado ahora se encontraba bastante lejos de mí, tránsfuga espontáneo, el brazo torcido de un modo rarísimo.

Por su lado, el hombre feo, el reptilhombre, se apretujó minuciosamente, tanto, contra una ventana, que la rompió, rompiéndose él a su vez el cuello.

A la mujer que preguntaba por su hijo, a ella le resultó más rentable dejarse atravesar por un hierro masculino, candente aún, por el estallido de la bomba.

El Insolente gritaba: él sí había quedado vivo, si bien no tenía una pierna, la derecha.

Una detonación de esta magnitud garantiza un decorado habitualmente espectacular.

Algunos de los pasajeros literalmente desaparecieron.

Todo alcanzaba a verlo desde mi complicada posición. No podía mover mi cuerpo. Otro hombre, o mujer (y cómo saberlo, si carecía de rostro), me aplastaba, me presionaba con su peso.

Incómodo, sí, pero ningún dolor. ¿Estaba tan herido que ya no sentía dolor alguno, o sencillamente no estaba herido?

Cerré los ojos (cerrar, abrir, ¿cuántas veces en una vida?), para abrirlos automáticamente después, al escuchar las voces de los socorristas, y más, sentí que me quitaban el cuerpo del hombre, o mujer, de encima. Pude respirar mejor.

–¿Cómo te llamas?

–Benjamín.

–Benjamín, te vamos a sacar de aquí. ¿Sientes algún dolor?

Yo no sentía ningún dolor.

–Mi nombre es Raúl.

Raúl tenía una voz grave, pedante, pero no era pedante: era afable.

Entre Raúl y Julio me fueron sacando.

Vi mejor a los otros, a los muertos.

Al parecer, yo era el único de ese vagón que había quedado con vida (el Insolente había dejado de gritar hace unos minutos).

Ellos me pedían una explicación.

Ellos eran un colectivo de órganos, tejidos, trozos inexplicables, sanguinolentos, heridas, sangres y fracciones, no un grupo de personas, incluso muertas, sino los fragmentos de esas verídicas personas, las células muertas de esas personas, los lechosos cerebros desorganizados de esas personas. Ellos me pedían una explicación.

Me sacaron en camilla. El tren, ya escoria, mostraba sus lesiones, también era un moribundo perforado, agonizaba.

Afuera la situación era aún más desesperante que adentro. Ponían los cuerpos uno tras otro en grandes bolsas negras. Y había caos, sin duda, desesperación, llantos horribles, pero ninguno de esos llantos reclamaba una pausa, una legítima pregunta, un luto y un absurdo –se incorporaba sin chistar, tan sólo, a la histérica mecánica general.

Me llevaron a un enorme hospital improvisado. Los heridos, más heridos que muertos, pero con el pánico tatuado como sello rígido: mueca recién adquirida, brutal máscara que no ocultaba nada, a veces sonrisa beata y algo estúpida (“Estoy vivo, estoy vivo”). Exigían un teléfono celular para llamar a sus familias. 

(Las bolsas eran todas del mismo largo, pero se intuía que unos bultos eran más cortos que otros.)

Pronto los heridos crearon un espacio mental insoportable.

A mí me revisaron dos, y luego otros dos médicos:

–Nada, no tienes nada –decían, asombrados.

O:

–Deberías estar muy agradecido. Tienes suerte.

Unos decían que no tenía nada; y otros decían que tenía suerte.

Pero luego se iban: pronto tenían que atender otros heridos.

En poco tiempo se olvidaron de mí.

Por lo cuál me levanté, empecé a caminar.

En principio, me dediqué y limité a ver el esfuerzo torrencial de los más vivos por rescatar a sus congéneres. Después, mejor, me puse a ayudar. Conseguí robar un chaleco de socorrista de una de las ambulancias. Mi tarea consistía en llevar cuerpos, cuasicuerpos, del tren hasta la fila de bolsas negras. Me los iban pasando, y con una voluntaria llamada Cristina completábamos la tarea. Luego me metí al tren, directamente, a desenterrar cadáveres, a desclavarlos, reunirlos, pues la mayoría estaban rotos y desmembrados, estaban en pedazos. Agotador. La prisa, tiránica. A veces se me resbalaba el muerto de las manos.

Sobre todo me concentré en sacar a los heridos, ellos eran los más importantes.

Algunos casos:

Mujer de aproximadamente veintisiete años, no del todo obesa, pero sí un tanto gorda, pesaba su poco. Ésa la tuve que sacar solo y sin ayuda. ¿Era bonita? Pudo haberlo sido, en vida. Así como estaba, no. Lo que llevaba puesto –un reloj, un sweater, lo que llevaba encima– estaba cubierto con sangre, así es: la sangre, la cotidianidad nueva, inédita, espectacular, que lo cubriría ahora todo, todo, todo, en adelante. Le cerré los ojos; con una mano práctica, apenas nerviosa, lo hice. Y levanté. En efecto, pesaba. No la cargué, sino más bien la arrastré sobre los escombros.

De su bolsillo cayó una navaja. Una navaja por demás hermosa, blanca, que devolví a su lugar original, al bolsillo.

Me tocó sacar asimismo a un niño. Horrible. No tenía un dedo. Estaba vivo. Ni siquiera lloraba. Resoplaba levemente. Breves, discretas, sus respiraciones. ¿Ese perro a su lado, era suyo? ¿Pero qué hacía un perro allí? El niño tenía la mano hecha mermelada, tuve que tomarlo a él con la mayor delicadeza.

Un socorrista me sorprendió.

–Eh, tú –me llamó.

Me hice el desentendido, y entonces me tomó del hombro. Advirtió que yo no era un socorrista. A lo mejor me había visto antes en el panteón de los heridos.

–Sólo quiero ayudar –di la explicación.

–Perfectamente. Pero existe un modo. Necesitamos apoyo. Pero existe una forma de hacerlo.

En efecto, yo no sabía nada de primeros auxilios.

–¡Raúl! –el socorrista llamaba a alguien que se llamaba Raúl.

Y resulta que Raúl era el mismo Raúl que me había sacado a mí del tren. Parecía contento al verme; satisfecho.

El otro socorrista le indicó:

–Quiere ayudar.

Y me señaló.

En el cielo las nubes pasaron rápidamente.

–Pues vamos, hay mucho por hacer –dijo Raúl con voz grave.

En el cielo las nubes pasaron rápidamente.

Sacamos a una mujer embarazada, tardamos como media hora: tenía clavado un pedazo de vidrio en la espalda. “No quiero perderlo”, decía, “por favor, no quiero perderlo”.

–Descuida, no vas a perderlo –le respondió Raúl, con una sonrisa a la vez humana y expeditiva.

Los ojos adormilados de la embarazada imploraban, y no pude evitar llorar un poco.

La llevamos a una de las carpas, en donde inmediatamente se hicieron cargo de ella.

Una vez afuera, Raúl me llamó la atención:

–No puedes titubear de esa manera. Tienes que mostrar firmeza. No puedes lloriquear así con cada víctima. No se llora con uniforme puesto.

Los bomberos se movían con valía, y voluntad de acero. Cada vez más gente alrededor, ayudando. Personas como yo, apenas lastimadas, se unían voluntariamente a la brigada de ayuda. No todas, claro; algunas físicamente ilesas estaban emocionalmente paralizadas. Las crisis nerviosas, los arranques histéricos, eran frecuentes. Para ello se había establecido una carpa exclusiva; especialistas en episodios traumáticos daban ayuda activa.

Muertos y muertos.

La voz ronca y despabilada de Raúl dando órdenes empezó a deprimirme.

Raúl se dio cuenta. Me dijo:

–Anda, descansa.

Pero yo no quería descansar; no quería asesoría psicológica; no deseaba hablar con un cura.

Mi alma estaba como mojada, pesada, y si no hacía algo, cualquier cosa, se pondría aún más pesada, pesada como un denso relicario.

De modo que entré a uno de los últimos vagones, alejándome progresivamente de las órdenes analíticas de Raúl. Lo sorprendente y lo insólito en este vagón era que sólo había una víctima, mujer, presumiblemente, pero no podía estar seguro, por lo oscuro… ¿Era mejor buscar ayuda o hacerlo por cuenta propia?

Resolví hacerlo por cuenta propia. Después de otear con intriga la posición de la mujer (¿despierta?, ¿fallecida?), advertí que era preciso liberar una de sus piernas, luego moverla.

–He venido a rescatarla –dije con fuerza.

No respondió.

–Si me escucha, por favor diga algo, haga un gesto.

Nada.

Llegué a ella, y con amargura comprobé que tenía el pecho por entero destrozado, pero con más amargura comprobé que era Raquel. Mi novia Raquel. O más bien: mi ex-novia Raquel, puesto que habíamos terminado hace dos semanas, luego de una violenta disputa, en la cuál le hice ver que no soportaba sus constantes celos. ¿Qué estaba haciendo ella en el tren, a esa hora, en el mismo tren en el cuál yo viajaba, y en el cuál viajaba, además, un terrorista? Caí en cuenta: la disputa, los celos: Raquel me estaba espiando.

Eché a llorar. A empellones me salió el llanto; exuberante; Raquel se sacudía con mi tristeza, al yo abrazarla, incluso parecía que estaba llorando conmigo, aullando, a mí prendida, implícita en mi agonía. “¿Por qué, Dios mío, qué has hecho, mi Dios?”, reclamé. Era como si una nueva bomba hubiese estallado: “Perdóname, Raquel”; “Te quiero, Raquel”; “Nunca quise hacerte daño, Raquel”… Así nos quedamos un rato, hasta que el perro me vino a lamer la mano. El mismo perro que olfateaba al niño, en el otro vagón. Y después salimos, yo y el perro, y nunca nos detuvimos, ni siquiera ante la anciana cubierta de sangre en la silla de ruedas, ni tampoco ante el señor de los párpados deformes, ni aún ante la muerta blanda, y como santa, en la camilla. Nos alejamos del tren, simplemente, de las ambulancias, de los gritos y también de los silencios, de los heridos y los otros, nos alejamos, y caminamos, y corrimos, sin dirección, y la noche cayó sobre la ciudad como una mano enorme y oscura, repitiendo su caricia ausente. 

La celestial orilla


“Ellos mismos iban precipitándose
al llegar al borde de la celestial orilla,
y la maldición eterna los empujaba
para más apresurar su ruina.”

Milton




Al cabo de un momento, Guillén está como imbécil delante de esa música tan hermosa. El pianista aleccionando, humillando, aplastando. ¿Cómo se sentirá ser así de ilustre, de puro? Se pregunta Guillén. La melodía alcanza proporciones cósmicas. Mezcla de todas las propiedades divinas, coreografía indestructible, réplica del Espíritu. Casi doloroso. Masoquismo–éxtasis. Guillén incluso transpira: es tanta la emoción. Durante unos instantes, olvida al bebé, olvida a la esposa. Decide subirle el volumen a la música.

Termina el track 6 del CD, y Guillén vuelve a la realidad, se recuerda del
niño.

El niño. Con prisa llega hasta el cuarto: allí está, en efecto, aún duerme. Menudo. Por poco inexistente. Al borde de la nada. El sueño se ha estancado con pesadez infinita en su frágil constitución. Guillén sonríe orgulloso: es tan nuevo, pero ya tiene en su rostro una expresión de listo, de sabérselas todas. Es su hijo. Y la mejor perspectiva que le ha traído la vida en treinta y dos años de vida…

El track 7 ha empezado desde hace ya unos minutos. La música ingresa, aunque disminuida por las paredes, por la puerta cerrada del cuarto: una versión alejada, borrosa, bella a su modo. Guillén es padre, lo sabe, se complace sabiéndolo. Ser padre es algo que nunca pensó que le ocurriría. Aún le resulta extraño, de hecho, pensarlo. La alegría, la responsabilidad… Su propia vida reabsorbida por la vida de alguien más… Succionada por una poderosa dirección, un alfaque atronador –un bebé. Que Guillén observa. Un pequeño ente –castor desnudo– luchando por abrirse paso, y abrir un túnel en el marasmo de la inconsciencia, cavando en lo denso y lo anterior a la luz. Algún día llegará a la superficie, y le dirá: “Papá”. Habrá descubierto el mayor de los utensilios: el lenguaje.

En el mismo cuarto en dónde duerme el nene duerme asimismo la mujer; el cuarto está a oscuras; aunque no podemos verla del todo a ella, suponemos que es físicamente hermosa, y por dentro extraordinaria. A pesar de la música, ella duerme. Por lo general, a ella no le gusta cuando Guillén escucha música, porque le resulta imposible cerrar los ojos. Guillén lo sabe y a su vez lo niega. Pero ahora ella duerme, apaciblemente, muy cerca del bebé. Ella también es un bebé. Su bebé. Piensa apaciblemente Guillén. Hermosa, y por dentro extraordinaria. Su rostro está más allá de las tensiones, argumentos del día a día, de las pasiones y los sadismos, del ciempiés brutal de la cotidianidad.

Guillén se retira con cautela del cuarto, vuelve a la sala, en dónde el track 8 bendice, excomulga, se arrodilla buscando redención, arde en el fuego purificador que el talento epónimo del pianista aviva… para luego caer abruptamente en una parte muy triste, muy tenue. Guillén está en lágrimas. En verdad emocionado. Una especie de serpiente nostálgica se ha enrollado alrededor de su cuello, apretando: un antiguo remordimiento. Es todo muy puro.

Lamentablemente, el momento se rompe violentamente, como un espejo.

La razón: en la calle alguien ha disparado cinco tiros una tras otro. Guillén escucha, preocupado. Y luego otra vez: cinco tiros. Alguien allá afuera se divierte vaciando la tolva al cielo. “Todas las noches”, piensa Guillén. Adán Guillén recuerda a su amigo Giovanni, ahora muerto. A causa de una bala perdida. Era músico, Giovanni, siempre cuajado de ocurrencias: y lo extraña, a veces. Si en verdad Dios fuera justo, no existirían las balas perdidas, infiere Guillén, apóstata. Su mente se ha oscurecido en este paréntesis ateo.

Pero ya la melodía ha optado por volver al estruendo, a un rítmico desenlace, y Guillén se sumerge allí dentro, como un suicida en el abismo de los edificios.

Terminado el track 8, Guillén decide ir a dar una vuelta a la cocina. Posee ese cuaderno de apuntes con las más estrafalarias recetas. Lo aguarda una galaxia de posibilidades culinarias. Se decide por una receta muy sencilla, pero totalmente ingeniosa. Cuando el plato está listo, lo acompaña con una copa de vino. El track 9 promete aires estivales, una fiesta absolutoria, un círculo en llamas. El pianista escribe, edita, traduce. El placer se posesiona de Guillén, que no se molesta en lavar los platos. “Éste será un año maravilloso”, se dice a sí mismo. En su vientre ha surgido un nuevo apéndice –gozo, placidez.

Guillén considera que ha tenido una buena vida. Si tal ocurrencia es producto del vino que ha bebido o un argumento totalmente lucido, no lo sabemos. Lo importante es que en este momento, Guillén percibe su propia biografía como una obra hasta cierto punto poética, una síntesis conmovedora, valiosa, amarilla, y luminosa. Ha ido apartando los alacranes del camino, y así trazando una ruta de esperanza. Y luego él mismo aprendió a apedrear las sombras que se acercaban volando, como fantasmas de pies cortados.

Sus días hoy transcurren perfectos y burilados, palabras de un poema clásico. Nuevos aires de felicidad acompañan cada jornada suya. La característica principal de Guillén es su capacidad de maravillarse. Su mujer lo admira por ello. No es para nada como esos señores ya reventados de trabajo. En la mente de Guillén, lo sencillo es misterioso, cubierto de un polvo mágico.

Track 10.

Guillén sale a la terraza a contemplar la noche que regresa cada noche como una gran meditación. ¿Qué es la noche? ¿Por qué existe? ¿Por qué este fatal preámbulo al día y sus oficios vitales? ¿Por qué Dios formuló este requisito inconfesable? Guillén cumple con la ceremonia de buscar en el cielo estrellado figuras y patrones, de aceptar lo que su imaginación inventa, de clarificar su mortalidad viendo al infinito, y de sentir miedo. Es como pasar de ser hombre a ser ángel: un ángel, sí, con alas de misterio. Guillén mira desde la terraza. El borde de la terraza es la celestial orilla. Más allá, la muerte. Calles, personajes oscuros disparando sin tregua.

Decide ir a ver al bebé, y a su mujer, que produce extrañas onomatopeyas cuando duerme. Una larga seda lo guía de vuelta al cuarto. El cuarto está oscuro, un poco más oscuro que de costumbre. Sus ojos buscan. Hasta que poco a poco se van acostumbrando a las tinieblas. Nacen paulatinamente las formas, los esquemas, los rigores del mundo creado. Allí está el bebé. Guillén se acerca un tanto más. El bebé no se mueve. Una bala perdida ha surcado los espacios, se ha introducido en los entresijos de la casualidad, perforado el tejido adiposo de lo cotidiano, succionado un vórtice hipocondríaco de malestar, metido por la ventana dejando un agujero localizable y perfecto, brillado como un cristal divino, rebotado contra una de las notas del pianista, y rebotado otra vez en el techo, ricochet silencioso y milagroso. Y ahora el nene no duerme, está muerto. Guillén gesticula como loco. Su mujer se ha levantado de un sueño profundo. El track 10 ha terminado. Casi es de mal gusto decir que era el último track del disco.   

El antes y el después

Para Ariel


Desesperación del artista, depresión del artista, el artista no se afeita, el artista se descuida. Toma un martillo y se martilla los dedos. Se quema un pezón con el encendedor. No come ni en una semana.

El artista piensa y repiensa, pero nada sale de su cabeza, ni una idea, ni un
proyecto. Es la verdadera muerte, se dice.

En tal sentido, el artista se siente como un fracasado.

Así pues, el artista se hunde.

A la vista de semejante marchitamiento, el artista cae.

Y consecuentemente, el artista no tiene ánimos de vivir. 

Se golpea el rostro con un sartén. Se araña los testículos. Se muerde los labios durante horas, implacablemente.

¿Cómo es posible? Hace solamente seis meses estaba colmado de ideas, de entusiasmos, de propuestas.

Hace solamente siete meses había ganado el más grande reconocimiento en la Bienal de Venecia.

Hace solamente ocho meses había suscitado envidia en sus colegas artistas con un performance brutal, audaz, irreverente.

El performance: un hombre vestido como el Papa, acariciando una prostituta, en una galería de arte.

Ahora su cabeza está vacía.

Está en blanco.

Lo único que sabe es su nombre.

Es como un cáncer en su mente. 

¿Estará muerto, por dentro? ¿Es el talento algo que se acaba, que se gasta? ¿Es gas, es nada? Librado de su genialidad, el artista se repite: “no vale la pena” y “no tiene sentido”. La vida le ha dado una estrafalaria puñalada.

Entonces sale a caminar.

Con un cierto desdén mira a los demás, que van por allí, llevando quién sabe qué clase de ratas en su interior.

Primero los mira con desdén, como si fueran una aberración. Luego los mira con curiosidad. Son pobres, se dice, abúlicamente, el artista. La vida los ha maltratado, agrega. Basta con mirar sus ropas ojerosas. Comen mal, son pobres.

El artista está conmovido, indignado, se aclimata en cierta condescendencia, en un acto de solidaridad mental con estos hombres y estas mujeres.

Son tan pobres que están enfermos, concluye el artista.

Tanta enfermedad hay en ellos, argumenta, que la vejez ha entrado prematuramente en sus cuerpos.

Ve el artista que esto no es justo, que la enfermedad no es justa. Siente en su corazón un dolor y un vacío (el mismo vacío que sintió en el Jüdishes Museum, en Berlín, el año pasado, al ver esas fotografías de esos judíos miserables).

¿Quién es el responsable de esto?

El artista vuelve a su loft, medita. Cuidadosamente observa su televisión.  

¿Qué es la muerte?

¿Morimos y nada más?

Las semanas pasan con ese efecto acumulativo de las semanas que pasan.

En la pantalla del televisor, el artista reconoce imágenes que lo inquietan profundamente, por ejemplo: niños adecuadamente abiertos por el efecto de un artefacto de guerra.

Tales imágenes le provocan una reacción cósmica. ¿Qué puedo hacer?, se pregunta. ¿Qué puedo hacer? Un golpe de adrenalina lo sacude entero. Es el momento de la revelación. El artista decide que va a diseñar una matanza. Tal será su intervención. Diseñar una matanza, construir artificialmente un exterminio, y de esa cuenta actualizar brutalmente la memoria del espectador, despertando en él sentimientos de repulsa, de frustración, esa clase de sentimientos, darle una dignidad a la muerte, etc.  

Lo más importante, reflexiona el artista, es ponerse inmediatamente a trabajar.

Ponerse a trabajar es sobre todo pedir dinero. El artista, además de artista, es un experto para recaudar fondos, o limosnero.

El artista visita a su habitual mecenas, una de esas señoras que poseen grandes empresas, y una fortuna personal un tanto pornográfica, y amante, cómo no, del arte.

El artista ha desarrollado ciertos diálogos afrodisíacos para ocasiones como ésta, y su intención es hacer el amor con esta señora hasta que incurra, la señora, en un cierto estado de agotamiento nervioso. Una vez allí, será de lo más fácil pedirle el financiamiento.

La casa de la señora aglutina con agresividad y mal gusto toda suerte de objetos artísticos y antigüedades. Es una experiencia casi alienante. Pero una experiencia que el artista disfruta, en verdad. Por lo menos al principio. Porque la señora lo deja esperando exactamente dos horas, y al cabo de este tiempo el artista está sinceramente hastiado de ver tantos objetos artísticos y antigüedades, y sólo pide estar delante de su pantalla de televisor.

Finalmente, la señora se presenta.

Diciendo con altruismo:

–Me disculpo por la tardanza. Como verá, el tiempo no me sobra.

La señora tiene puestas gafas oscuras, a pesar de que la casa tiene la tonalidad de una composición tenebrista.

Lo invita a tomar té frío. La señora le relata al artista, con cierto amaneramiento sardónico, su día.

El artista soporta la tensión de la anécdota, soporta las burlas, cada vez menos indirectas, que la señora hace de su persona. Un pájaro se posa en la baranda.

–Supongo que viene usted a pedirme dinero.

–Se trata de una colaboración; a mí me gusta verlo más como una sociedad. Es para mi nueva obra. Permítame contarle…

–No me diga nada, responde la señora, serena y divertida. Ya sabré de qué se trata cuando esté terminada.

Y diciendo esto, la señora mira el cielo.

–El cielo es tan bello.

Y señala la nube.

–Mire.

El artista levanta el rostro, con indolencia.

–Sí, contesta el artista. 

–Bajemos, dice la señora, acostumbrada a no perder el tiempo.

Fornican con torpeza aborigen.

Luego ella le firma un cheque, y le dice que se vaya.

Él se ha quedado con el perfume caro de la señora rica impregnado en la piel y con las ganas de contarle de qué va su proyecto, su intervención: la matanza.

La matanza deberá ser gigantesca, procesa el artista, como esa matanza que hubo en México en los años sesenta (¿en qué año exactamente?, se pregunta, dubitativo, el artista). Se le ocurren al artista un par de títulos para la intervención: “Obra Gris”, es uno de ellos. O: “Epílogo para una masacre en tiempos de paz”, el otro.

La obra deberá promover con precisión académica la brutalidad irracional de toda ejecución masiva. La metralla deberá fustigar a las víctimas con tal fuerza que la sangre de éstos cree un efecto action painting en el suelo. Un llamado de atención a nuestra indiferencia, a nuestra Amnesia Histórica.

El lugar elegido para la intervención es la Plaza Central, por ser una “coordenada significante del hecho social en el imaginario de masas”, hallándose además tan cerca del Palacio Nacional, hoy Palacio de la Cultura, “verdadera acrópolis guatemalteca del Siglo XX”.

Las ametralladoras serán emplazadas en los cuatro costados de la Plaza Central: una en el techo del Palacio de la Cultura, otra sobre la Catedral, una más sobre la Biblioteca Nacional y otra sobre el llamado “Portalito”.

¿Cuál es la mejor fecha para realizar la intervención?, se pregunta el artista.

Después de pensarlo mucho, el artista define: lunes 12 de septiembre por la noche. Solamente pensar en esto le ha secado el cerebro al artista. El cerebro se le ha secado como acrílico.

Al artista le preocupa algo: ¿en dónde conseguirá a los responsables de disparar sobre la multitud? Y también: ¿en dónde conseguirá a la multitud?

Después de muchas vueltas –muchas vueltas– el artista termina en México, negociando con los administradores del reputado Cartel de Sinaloa, quiénes se muestran en toda la disposición de arrendar a cuatro sicarios o asesinos sinaloenses, para realizar la dicha matanza, a cambio de una dispendiosa suma de dinero. Cierran el negocio –los narcos y el artista– con tequila en cantidades anormales y cocaína de la más pura, y los narcos diciendo: “Estos artistas están todos locos, los hijos de la chingada”.

En cuánto a la multitud, pues se le ocurrió al artista simplemente pagarles a 1,200 de esos indios jornaleros para que se presenten el día concertado en la Plaza, así dándole además un cierto valor etnológico a la intervención.

El artista está pensando en filmarlo todo desde un helicóptero: forzosamente, la perspectiva aérea resaltará la magnificencia del espectáculo, captándolo en toda su escalofriante morbidez.

La elaboración de las invitaciones le lleva un cierto tiempo al artista, pero al final quedan muy bien, y las manda con premura. Toda la comunidad creativa ha sido invitada.



El día 12 de septiembre llega por fin. El artista percibe en su fuero interno una gran emoción, un entusiasmo sin límites, pájaros desbandándose en sus venas. Está a punto de realizar el proyecto más ambicioso de toda su carrera. “Esto es arte del Tercer Mundo”, se da cuenta de pronto. “¡Esto es genuino arte de agitación!”, remata.

En la Plaza Central está la gente: los 1,200 inertes jornaleros, oliendo a hambre y expectación, como sin saber qué hacer. Vienen mayormente del “altiplano”. En sus cabezas no hay preguntas: simplemente están, como los místicos. El artista pretende acomodarlos con un megáfono, y sin embargo ellos no responden muy bien a las direcciones del artista: muchos ni siquiera hablan español. Finalmente, un kakchiquel pequeño pero con rasgos potenciales de líder asume la traducción, lo cuál le permite al artista recuperar el orden perdido. El kakchiquel suelta gritos contundentes y persuasivos: desplaza a los jornaleros como piezas de ajedrez. Al parecer, no los estima mayor cosa: los insulta dialectalmente. Es un indio cruel y atezado. De vez en cuando, les pega. Los indios se sientan en el suelo polvoriento de la plaza.

Esta ayuda inesperada le permite al artista atender a sus invitados, mostrarles afablemente sus asientos, ofrecerles, con la mayor de las naturalidades, un vino. Los invitados han sido puestos a una cierta distancia de los indios, para no incomodarlos, sí, es decir a los invitados, pero sobre todo para evitar accidentes, balas perdidas, esas cosas. El artista les ha dicho una y otra vez a los sicarios sinaloenses que no deben matar a los invitados. “Pos ya está, güerito”, responden los sicarios sinaloenses. Los invitados hablan entre ellos, comentan, se divierten. Algunos bostezan. Otros ya borrachos miran el mundo con ojos ambiguos.

Hablan los invitados:

–Y esto a qué horas.

–Quién sabe.

–Espero que pronto.

–Esperamos todos.

–Y que no sea como la vez pasada.

–Nada te gusta.

–Pues es mi problema.

–¿Dónde se ha metido el mesero?

–Hace tiempo que no vengo a la Plaza Central.

–Es el lugar de moda.

–¿La Plaza Central?

–Sí, el Centro.

–Pero el tráfico.

–El tráfico está en todos lados.

–Es que en esta ciudad ya no cabe nada.

–Nada te gusta.

–A mí me gustaría vivir en el Lago de Panajachel, dedicarme a pintar, no tener que manejar.

–Para qué tanto indígena me pregunto yo.

–Seguro se trata de otra obra para reivindicar a los mayas.

–Seguro.

–Y tanto frío que hay.

–Menos mal que no se le ocurrió hacer la intervención al medio día. Nos estaríamos asando.

–Y también los indígenas.

–Pero ellos están acostumbrados.

El invitado hace una seña al mesero.

Los mirones se han congregado, ellos también. Forman un tercer grupo, por demás bastante nutrido, aparte de los indígenas y los invitados. Primero se mantienen del otro lado de la calle, lejos. Pero poco a poco se van acercando. Al principio sin convicción, y ya después sin pudor, entre risas.

Mientras todo esto sucede, abajo, en la plaza, los matones sinaloenses ya se han colocado en sus respectivas posiciones, es decir, arriba, en los techos. Están contentos de estar en Guatemala. Nunca antes habían salido de México. Tan contentos que se han pasado toda la mañana tomando cerveza local Gallo, y ahora gritan cosas, cantan rancheras, llevan cinchos piteados. Los invitados se preguntan si esto, esta gritadera, es la intervención o no, pero no están del todo seguros. Talvez es una obra sobre el Tratado de Libre Comercio. No quieren hacer el ridículo, los invitados. Son tímidos, en el fondo. En el fondo son ignorantes.

El artista avisa a los sicarios sinaloenses que se alisten, que el show está a punto de empezar. “Cuando miren el helicóptero”, les explica, “disparan”.

“Hoy sí les vamos a romper toda su pinche madre”, gritan los sicarios. El artista se apura en llegar al aeropuerto, en subirse al helicóptero, en sobrevolar el área. Y ahora está sobre la Plaza Central, en una máquina ronroneante. Lo acompaña el traductor, el kakchiquel, que está eufórico, como poseso.

El sicario que se ha colocado sobre la Biblioteca Nacional dispara. Una ráfaga de balas cruza el aire. Después hay un silencio. Y luego todos, los cuatro, disparan a la vez, a quemarropa. Es una fiesta de balas. “Vamos a poner a Tlatelolco de rodillas”, gritan los sicarios.

El kakchiquel está loco de la emoción, no se sabe muy bien por qué. Talvez detesta a los indios, aunque él es un indio. El artista piensa en otro título para su obra: “Muerte del Ágora”.

Poco a poco van cayendo todos. Algunas balas perforan el torso de la víctima, pero otras buscan directamente el rostro. El rostro se desfigura, como en un cuadro de Francis Bacon.

Los indígenas aúllan. Es como estar en una perrera gigante.

Pero también hay quienes mueren sin gritar; una manta silente, invisible, los cubre muy pronto.

“Otra vez, está pasando otra vez”, grita un anciano de arrugas crípticas. La profundidad con la cuál dice esto sólo es comparable a una escena de una película de Tarkosvsky.  

Todos corren, hacia acá, hacia allá, pero terminan en el suelo, eventualmente.

Esos mexicanos sí que saben cómo hacer su trabajo. Se han tomado muy en serio la asignatura. Apuntan permanentemente. 

Los indígenas brincan, maldicen, rezan, se acurrucan, se afean, mueren sin inhibición, sin pensarlo dos veces.

La sangre gotea. Como en los drip paintings de Pollock. Pollock es un artista que el artista siempre ha admirado.

Las balas alienan la plaza.

Los cadáveres fraternizan. No se toman de la mano. Pero están muy juntos, y tibios todavía.

El helicóptero baja y sube, y sube y baja.

El artista contempla desde el helicóptero su intervención, se siente feliz, como un personaje de Chagall.

La noche opalina es como una sábana mortuoria, que no se aparta de sus hijos.

La plaza es como un sagrario en llamas.

Sobrevivir es casi, en estas circunstancias, una grosería.

Las manos crispadas, santificando el vacío.

Como trazando un dibujo imaginario.

Los dedos denodados.

Lo sobrio.

Los indígenas no son los únicos heridos o masacrados; también los mirones forman parte, espontáneamente, de la obra (“¡Intervención arbitraria del público!”, exclama el artista, en pleno júbilo). Ellos, los mirones, también han intentando escapar. Pero las balas son necias, bailan las balas. Los mirones parecen marcianos. Las mismas venosas protuberancias. Las mismas frentes gigantescas. Sus brazos son tan cortos. Sin duda, la intervención no hubiese sido la misma sin los mirones. Los mirones conforman toda una raza: una raza que se procrea y multiplica, evolucionante. La raza de los mirones. Parecen inocentes pero como los marcianos su principal objetivo es colonizar el mundo.

“¡Altamira!”, emite el artista. “¡Picasso!”, prosigue. “¿Qué digo? ¡Esto es como una arquitectura de Gaudí! ¡El Bosco!”, remata.

Los invitados, por su lado, y en un principio, no saben qué hacer. Piensan que todo es un gran montaje. Pero luego incluso ellos empiezan a morir. ¡Los sicarios sinaloenses han pasado por alto la advertencia del artista de no derribar a los invitados! Los sicarios están borrachos, se divierten, se exaltan, y disparan. Los trajes glamorosos de los invitados se tiñen de sangre; la sangre abarata los trajes.

–Están locos –exclaman. ¡Nos disparan!

Y corren ellos, los invitados. Se mezclan con los indios, se rozan con los indios, huyen con los indios a ningún lado, se unen al argumento general de esta carnicería. Sus gritos son de todos colores y sabores. Un diccionario de gritos abre sus mil páginas. Los invitados corren sin saber quién son, ya desmemoriados, sin clase, sin biología, ni dirección. Lo cuál quiere decir que mueren anónimamente, en pleno pánico, y del modo más pueril.

“¡Arte! ¡Arte auténtico!”, prorrumpe el artista en el helicóptero: “¡Es el diseño de una mente superior! ¡De mi mente!”. El artista está tan emocionado, tan seguro de su creatividad, que no se ha dado cuenta que están despellejando a balazos a sus invitados.

Los mexicanos no son principiantes, no.

Algunos invitados se hacen los muertos, se quedan quietos, resisten el llanto, no se mueven. Así hasta que son asesinados.

Los sinaloenses siguen disparando, al tiempo que gritan: “¡Viva México, cabrones!”. Se encuentran, para qué dudarlo, en el cenit de su carrera. Las balas, supeditadas a su risa, a su divertimiento, siguen saliendo de las ametralladoras calientes. Un mastodonte de calaveras se agiganta en la plaza, un dinosaurio, una brutal gigantesca criatura, un crepúsculo de muertos, plúmbeos en la plaza.  Una catedral se ha desmoronado, da la impresión.

El kakchikel sigue gritando. Está loco.

El artista lo ha filmado todo, lo ha documentado todo, lo ha guardado todo en su cámara digital.

La matanza ha sido un éxito. El helicóptero desciende sobre un montón de cuerpos. “Goya”, el artista piensa automáticamente. El artista saluda con gran felicidad a los sinaloenses, que están sudorosos y satisfechos.

Un silencio serpentea en la plaza, amarillento: entre las mujeres, entre los ancianos, y cómo no, entre los niños. Y también entre los perros, con la sola diferencia de que los perros continúan vivos, y van por allí lamiendo la piel espesa de unos 1,200 indios jornaleros. 


La señora, la millonaria, está viendo la televisión, abrazada por su amante, una mujer, esta vez una joven promesa de la danza moderna. “Dios mío”, exclama la señora, “está en todos lados”.

“Es casi aburrido”, continúa.

“¿Lo conoces?”, pregunta la joven promesa de la danza moderna. 

“Es muy famoso ahora”, explica, “pero sin mí no sería nadie”.

La joven promesa de la danza moderna, una bella muchacha de cuerpo moreno, la escucha con admiración.

En la televisión, el artista conversa con un reconocido entrevistador español.

El entrevistador asegura que “Epílogo para una masacre en tiempos de paz” marca un antes y un después en la elaboración artística contemporánea.

“Un nuevo derrotero”, dice, “de inagotables posibilidades”.

Y prosigue:

“Usted es, sin lugar a dudas, el artista más famoso de estos tiempos. ¿No teme que otros copien o plagien sus ideas?”.

A lo que responde el artista: “Yo veo la imitación como un apéndice necesario de mi trabajo. Y por eso yo les digo a mis epígonos y a mis imitadores: ¡sean bienvenidos!”.

La millonaria coloca su mano sobre el pubis de la joven promesa de la danza moderna. 
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