Para Ariel
Desesperación del artista, depresión del artista, el artista no se afeita, el artista se descuida. Toma un martillo y se martilla los dedos. Se quema un pezón con el encendedor. No come ni en una semana.
El artista piensa y repiensa, pero nada sale de su cabeza, ni una idea, ni un
proyecto. Es la verdadera muerte, se dice.
En tal sentido, el artista se siente como un fracasado.
Así pues, el artista se hunde.
A la vista de semejante marchitamiento, el artista cae.
Y consecuentemente, el artista no tiene ánimos de vivir.
Se golpea el rostro con un sartén. Se araña los testículos. Se muerde los labios durante horas, implacablemente.
¿Cómo es posible? Hace solamente seis meses estaba colmado de ideas, de entusiasmos, de propuestas.
Hace solamente siete meses había ganado el más grande reconocimiento en la Bienal de Venecia.
Hace solamente ocho meses había suscitado envidia en sus colegas artistas con un performance brutal, audaz, irreverente.
El performance: un hombre vestido como el Papa, acariciando una prostituta, en una galería de arte.
Ahora su cabeza está vacía.
Está en blanco.
Lo único que sabe es su nombre.
Es como un cáncer en su mente.
¿Estará muerto, por dentro? ¿Es el talento algo que se acaba, que se gasta? ¿Es gas, es nada? Librado de su genialidad, el artista se repite: “no vale la pena” y “no tiene sentido”. La vida le ha dado una estrafalaria puñalada.
Entonces sale a caminar.
Con un cierto desdén mira a los demás, que van por allí, llevando quién sabe qué clase de ratas en su interior.
Primero los mira con desdén, como si fueran una aberración. Luego los mira con curiosidad. Son pobres, se dice, abúlicamente, el artista. La vida los ha maltratado, agrega. Basta con mirar sus ropas ojerosas. Comen mal, son pobres.
El artista está conmovido, indignado, se aclimata en cierta condescendencia, en un acto de solidaridad mental con estos hombres y estas mujeres.
Son tan pobres que están enfermos, concluye el artista.
Tanta enfermedad hay en ellos, argumenta, que la vejez ha entrado prematuramente en sus cuerpos.
Ve el artista que esto no es justo, que la enfermedad no es justa. Siente en su corazón un dolor y un vacío (el mismo vacío que sintió en el Jüdishes Museum, en Berlín, el año pasado, al ver esas fotografías de esos judíos miserables).
¿Quién es el responsable de esto?
El artista vuelve a su loft, medita. Cuidadosamente observa su televisión.
¿Qué es la muerte?
¿Morimos y nada más?
Las semanas pasan con ese efecto acumulativo de las semanas que pasan.
En la pantalla del televisor, el artista reconoce imágenes que lo inquietan profundamente, por ejemplo: niños adecuadamente abiertos por el efecto de un artefacto de guerra.
Tales imágenes le provocan una reacción cósmica. ¿Qué puedo hacer?, se pregunta. ¿Qué puedo hacer? Un golpe de adrenalina lo sacude entero. Es el momento de la revelación. El artista decide que va a diseñar una matanza. Tal será su intervención. Diseñar una matanza, construir artificialmente un exterminio, y de esa cuenta actualizar brutalmente la memoria del espectador, despertando en él sentimientos de repulsa, de frustración, esa clase de sentimientos, darle una dignidad a la muerte, etc.
Lo más importante, reflexiona el artista, es ponerse inmediatamente a trabajar.
Ponerse a trabajar es sobre todo pedir dinero. El artista, además de artista, es un experto para recaudar fondos, o limosnero.
El artista visita a su habitual mecenas, una de esas señoras que poseen grandes empresas, y una fortuna personal un tanto pornográfica, y amante, cómo no, del arte.
El artista ha desarrollado ciertos diálogos afrodisíacos para ocasiones como ésta, y su intención es hacer el amor con esta señora hasta que incurra, la señora, en un cierto estado de agotamiento nervioso. Una vez allí, será de lo más fácil pedirle el financiamiento.
La casa de la señora aglutina con agresividad y mal gusto toda suerte de objetos artísticos y antigüedades. Es una experiencia casi alienante. Pero una experiencia que el artista disfruta, en verdad. Por lo menos al principio. Porque la señora lo deja esperando exactamente dos horas, y al cabo de este tiempo el artista está sinceramente hastiado de ver tantos objetos artísticos y antigüedades, y sólo pide estar delante de su pantalla de televisor.
Finalmente, la señora se presenta.
Diciendo con altruismo:
–Me disculpo por la tardanza. Como verá, el tiempo no me sobra.
La señora tiene puestas gafas oscuras, a pesar de que la casa tiene la tonalidad de una composición tenebrista.
Lo invita a tomar té frío. La señora le relata al artista, con cierto amaneramiento sardónico, su día.
El artista soporta la tensión de la anécdota, soporta las burlas, cada vez menos indirectas, que la señora hace de su persona. Un pájaro se posa en la baranda.
–Supongo que viene usted a pedirme dinero.
–Se trata de una colaboración; a mí me gusta verlo más como una sociedad. Es para mi nueva obra. Permítame contarle…
–No me diga nada, responde la señora, serena y divertida. Ya sabré de qué se trata cuando esté terminada.
Y diciendo esto, la señora mira el cielo.
–El cielo es tan bello.
Y señala la nube.
–Mire.
El artista levanta el rostro, con indolencia.
–Sí, contesta el artista.
–Bajemos, dice la señora, acostumbrada a no perder el tiempo.
Fornican con torpeza aborigen.
Luego ella le firma un cheque, y le dice que se vaya.
Él se ha quedado con el perfume caro de la señora rica impregnado en la piel y con las ganas de contarle de qué va su proyecto, su intervención: la matanza.
La matanza deberá ser gigantesca, procesa el artista, como esa matanza que hubo en México en los años sesenta (¿en qué año exactamente?, se pregunta, dubitativo, el artista). Se le ocurren al artista un par de títulos para la intervención: “Obra Gris”, es uno de ellos. O: “Epílogo para una masacre en tiempos de paz”, el otro.
La obra deberá promover con precisión académica la brutalidad irracional de toda ejecución masiva. La metralla deberá fustigar a las víctimas con tal fuerza que la sangre de éstos cree un efecto action painting en el suelo. Un llamado de atención a nuestra indiferencia, a nuestra Amnesia Histórica.
El lugar elegido para la intervención es la Plaza Central, por ser una “coordenada significante del hecho social en el imaginario de masas”, hallándose además tan cerca del Palacio Nacional, hoy Palacio de la Cultura, “verdadera acrópolis guatemalteca del Siglo XX”.
Las ametralladoras serán emplazadas en los cuatro costados de la Plaza Central: una en el techo del Palacio de la Cultura, otra sobre la Catedral, una más sobre la Biblioteca Nacional y otra sobre el llamado “Portalito”.
¿Cuál es la mejor fecha para realizar la intervención?, se pregunta el artista.
Después de pensarlo mucho, el artista define: lunes 12 de septiembre por la noche. Solamente pensar en esto le ha secado el cerebro al artista. El cerebro se le ha secado como acrílico.
Al artista le preocupa algo: ¿en dónde conseguirá a los responsables de disparar sobre la multitud? Y también: ¿en dónde conseguirá a la multitud?
Después de muchas vueltas –muchas vueltas– el artista termina en México, negociando con los administradores del reputado Cartel de Sinaloa, quiénes se muestran en toda la disposición de arrendar a cuatro sicarios o asesinos sinaloenses, para realizar la dicha matanza, a cambio de una dispendiosa suma de dinero. Cierran el negocio –los narcos y el artista– con tequila en cantidades anormales y cocaína de la más pura, y los narcos diciendo: “Estos artistas están todos locos, los hijos de la chingada”.
En cuánto a la multitud, pues se le ocurrió al artista simplemente pagarles a 1,200 de esos indios jornaleros para que se presenten el día concertado en la Plaza, así dándole además un cierto valor etnológico a la intervención.
El artista está pensando en filmarlo todo desde un helicóptero: forzosamente, la perspectiva aérea resaltará la magnificencia del espectáculo, captándolo en toda su escalofriante morbidez.
La elaboración de las invitaciones le lleva un cierto tiempo al artista, pero al final quedan muy bien, y las manda con premura. Toda la comunidad creativa ha sido invitada.
El día 12 de septiembre llega por fin. El artista percibe en su fuero interno una gran emoción, un entusiasmo sin límites, pájaros desbandándose en sus venas. Está a punto de realizar el proyecto más ambicioso de toda su carrera. “Esto es arte del Tercer Mundo”, se da cuenta de pronto. “¡Esto es genuino arte de agitación!”, remata.
En la Plaza Central está la gente: los 1,200 inertes jornaleros, oliendo a hambre y expectación, como sin saber qué hacer. Vienen mayormente del “altiplano”. En sus cabezas no hay preguntas: simplemente están, como los místicos. El artista pretende acomodarlos con un megáfono, y sin embargo ellos no responden muy bien a las direcciones del artista: muchos ni siquiera hablan español. Finalmente, un kakchiquel pequeño pero con rasgos potenciales de líder asume la traducción, lo cuál le permite al artista recuperar el orden perdido. El kakchiquel suelta gritos contundentes y persuasivos: desplaza a los jornaleros como piezas de ajedrez. Al parecer, no los estima mayor cosa: los insulta dialectalmente. Es un indio cruel y atezado. De vez en cuando, les pega. Los indios se sientan en el suelo polvoriento de la plaza.
Esta ayuda inesperada le permite al artista atender a sus invitados, mostrarles afablemente sus asientos, ofrecerles, con la mayor de las naturalidades, un vino. Los invitados han sido puestos a una cierta distancia de los indios, para no incomodarlos, sí, es decir a los invitados, pero sobre todo para evitar accidentes, balas perdidas, esas cosas. El artista les ha dicho una y otra vez a los sicarios sinaloenses que no deben matar a los invitados. “Pos ya está, güerito”, responden los sicarios sinaloenses. Los invitados hablan entre ellos, comentan, se divierten. Algunos bostezan. Otros ya borrachos miran el mundo con ojos ambiguos.
Hablan los invitados:
–Y esto a qué horas.
–Quién sabe.
–Espero que pronto.
–Esperamos todos.
–Y que no sea como la vez pasada.
–Nada te gusta.
–Pues es mi problema.
–¿Dónde se ha metido el mesero?
–Hace tiempo que no vengo a la Plaza Central.
–Es el lugar de moda.
–¿La Plaza Central?
–Sí, el Centro.
–Pero el tráfico.
–El tráfico está en todos lados.
–Es que en esta ciudad ya no cabe nada.
–Nada te gusta.
–A mí me gustaría vivir en el Lago de Panajachel, dedicarme a pintar, no tener que manejar.
–Para qué tanto indígena me pregunto yo.
–Seguro se trata de otra obra para reivindicar a los mayas.
–Seguro.
–Y tanto frío que hay.
–Menos mal que no se le ocurrió hacer la intervención al medio día. Nos estaríamos asando.
–Y también los indígenas.
–Pero ellos están acostumbrados.
El invitado hace una seña al mesero.
Los mirones se han congregado, ellos también. Forman un tercer grupo, por demás bastante nutrido, aparte de los indígenas y los invitados. Primero se mantienen del otro lado de la calle, lejos. Pero poco a poco se van acercando. Al principio sin convicción, y ya después sin pudor, entre risas.
Mientras todo esto sucede, abajo, en la plaza, los matones sinaloenses ya se han colocado en sus respectivas posiciones, es decir, arriba, en los techos. Están contentos de estar en Guatemala. Nunca antes habían salido de México. Tan contentos que se han pasado toda la mañana tomando cerveza local Gallo, y ahora gritan cosas, cantan rancheras, llevan cinchos piteados. Los invitados se preguntan si esto, esta gritadera, es la intervención o no, pero no están del todo seguros. Talvez es una obra sobre el Tratado de Libre Comercio. No quieren hacer el ridículo, los invitados. Son tímidos, en el fondo. En el fondo son ignorantes.
El artista avisa a los sicarios sinaloenses que se alisten, que el show está a punto de empezar. “Cuando miren el helicóptero”, les explica, “disparan”.
“Hoy sí les vamos a romper toda su pinche madre”, gritan los sicarios. El artista se apura en llegar al aeropuerto, en subirse al helicóptero, en sobrevolar el área. Y ahora está sobre la Plaza Central, en una máquina ronroneante. Lo acompaña el traductor, el kakchiquel, que está eufórico, como poseso.
El sicario que se ha colocado sobre la Biblioteca Nacional dispara. Una ráfaga de balas cruza el aire. Después hay un silencio. Y luego todos, los cuatro, disparan a la vez, a quemarropa. Es una fiesta de balas. “Vamos a poner a Tlatelolco de rodillas”, gritan los sicarios.
El kakchiquel está loco de la emoción, no se sabe muy bien por qué. Talvez detesta a los indios, aunque él es un indio. El artista piensa en otro título para su obra: “Muerte del Ágora”.
Poco a poco van cayendo todos. Algunas balas perforan el torso de la víctima, pero otras buscan directamente el rostro. El rostro se desfigura, como en un cuadro de Francis Bacon.
Los indígenas aúllan. Es como estar en una perrera gigante.
Pero también hay quienes mueren sin gritar; una manta silente, invisible, los cubre muy pronto.
“Otra vez, está pasando otra vez”, grita un anciano de arrugas crípticas. La profundidad con la cuál dice esto sólo es comparable a una escena de una película de Tarkosvsky.
Todos corren, hacia acá, hacia allá, pero terminan en el suelo, eventualmente.
Esos mexicanos sí que saben cómo hacer su trabajo. Se han tomado muy en serio la asignatura. Apuntan permanentemente.
Los indígenas brincan, maldicen, rezan, se acurrucan, se afean, mueren sin inhibición, sin pensarlo dos veces.
La sangre gotea. Como en los drip paintings de Pollock. Pollock es un artista que el artista siempre ha admirado.
Las balas alienan la plaza.
Los cadáveres fraternizan. No se toman de la mano. Pero están muy juntos, y tibios todavía.
El helicóptero baja y sube, y sube y baja.
El artista contempla desde el helicóptero su intervención, se siente feliz, como un personaje de Chagall.
La noche opalina es como una sábana mortuoria, que no se aparta de sus hijos.
La plaza es como un sagrario en llamas.
Sobrevivir es casi, en estas circunstancias, una grosería.
Las manos crispadas, santificando el vacío.
Como trazando un dibujo imaginario.
Los dedos denodados.
Lo sobrio.
Los indígenas no son los únicos heridos o masacrados; también los mirones forman parte, espontáneamente, de la obra (“¡Intervención arbitraria del público!”, exclama el artista, en pleno júbilo). Ellos, los mirones, también han intentando escapar. Pero las balas son necias, bailan las balas. Los mirones parecen marcianos. Las mismas venosas protuberancias. Las mismas frentes gigantescas. Sus brazos son tan cortos. Sin duda, la intervención no hubiese sido la misma sin los mirones. Los mirones conforman toda una raza: una raza que se procrea y multiplica, evolucionante. La raza de los mirones. Parecen inocentes pero como los marcianos su principal objetivo es colonizar el mundo.
“¡Altamira!”, emite el artista. “¡Picasso!”, prosigue. “¿Qué digo? ¡Esto es como una arquitectura de Gaudí! ¡El Bosco!”, remata.
Los invitados, por su lado, y en un principio, no saben qué hacer. Piensan que todo es un gran montaje. Pero luego incluso ellos empiezan a morir. ¡Los sicarios sinaloenses han pasado por alto la advertencia del artista de no derribar a los invitados! Los sicarios están borrachos, se divierten, se exaltan, y disparan. Los trajes glamorosos de los invitados se tiñen de sangre; la sangre abarata los trajes.
–Están locos –exclaman. ¡Nos disparan!
Y corren ellos, los invitados. Se mezclan con los indios, se rozan con los indios, huyen con los indios a ningún lado, se unen al argumento general de esta carnicería. Sus gritos son de todos colores y sabores. Un diccionario de gritos abre sus mil páginas. Los invitados corren sin saber quién son, ya desmemoriados, sin clase, sin biología, ni dirección. Lo cuál quiere decir que mueren anónimamente, en pleno pánico, y del modo más pueril.
“¡Arte! ¡Arte auténtico!”, prorrumpe el artista en el helicóptero: “¡Es el diseño de una mente superior! ¡De mi mente!”. El artista está tan emocionado, tan seguro de su creatividad, que no se ha dado cuenta que están despellejando a balazos a sus invitados.
Los mexicanos no son principiantes, no.
Algunos invitados se hacen los muertos, se quedan quietos, resisten el llanto, no se mueven. Así hasta que son asesinados.
Los sinaloenses siguen disparando, al tiempo que gritan: “¡Viva México, cabrones!”. Se encuentran, para qué dudarlo, en el cenit de su carrera. Las balas, supeditadas a su risa, a su divertimiento, siguen saliendo de las ametralladoras calientes. Un mastodonte de calaveras se agiganta en la plaza, un dinosaurio, una brutal gigantesca criatura, un crepúsculo de muertos, plúmbeos en la plaza. Una catedral se ha desmoronado, da la impresión.
El kakchikel sigue gritando. Está loco.
El artista lo ha filmado todo, lo ha documentado todo, lo ha guardado todo en su cámara digital.
La matanza ha sido un éxito. El helicóptero desciende sobre un montón de cuerpos. “Goya”, el artista piensa automáticamente. El artista saluda con gran felicidad a los sinaloenses, que están sudorosos y satisfechos.
Un silencio serpentea en la plaza, amarillento: entre las mujeres, entre los ancianos, y cómo no, entre los niños. Y también entre los perros, con la sola diferencia de que los perros continúan vivos, y van por allí lamiendo la piel espesa de unos 1,200 indios jornaleros.
La señora, la millonaria, está viendo la televisión, abrazada por su amante, una mujer, esta vez una joven promesa de la danza moderna. “Dios mío”, exclama la señora, “está en todos lados”.
“Es casi aburrido”, continúa.
“¿Lo conoces?”, pregunta la joven promesa de la danza moderna.
“Es muy famoso ahora”, explica, “pero sin mí no sería nadie”.
La joven promesa de la danza moderna, una bella muchacha de cuerpo moreno, la escucha con admiración.
En la televisión, el artista conversa con un reconocido entrevistador español.
El entrevistador asegura que “Epílogo para una masacre en tiempos de paz” marca un antes y un después en la elaboración artística contemporánea.
“Un nuevo derrotero”, dice, “de inagotables posibilidades”.
Y prosigue:
“Usted es, sin lugar a dudas, el artista más famoso de estos tiempos. ¿No teme que otros copien o plagien sus ideas?”.
A lo que responde el artista: “Yo veo la imitación como un apéndice necesario de mi trabajo. Y por eso yo les digo a mis epígonos y a mis imitadores: ¡sean bienvenidos!”.
La millonaria coloca su mano sobre el pubis de la joven promesa de la danza moderna.