Me da gusto verte, Raquel

Estaba en un tren, sí, un tren, tan sentado, tan aburrido como un animal que espera el fin del mundo. Me estaba muriendo sencillamente de hastío. Tenía una manzana en la mano. Afuera las nubes pasaban a gran velocidad, empujadas por un viento maligno. Grises nubarrones, con franjas ocasionales de claridad en sus bordes: un cuadro, una pintura cualquiera. Me rodeaban veinte, treinta pasajeros. Maldita sea, veinte o treinta pasajeros tan deplorables y acabados como yo, tal soldados regresando del frente. Advertí al hombre alto, el pelo blanco, las grandes gafas lentas. Él no sentado, sino de pie, como estirándose. Sujetándose sin convicción del asiento que otras mil y diez mil manos sin fe acaso ya habían sujetado antes. No era el único hombre alto; a mi lado, un señor (aunque con algo de niño enorme, atrofiado) miraba delante de sí, los ojos muy separados, completamente sin vida. En su cabeza no había nada: mercurio seco, algas viejas, polvo de libros olvidados.

Un tercer hombre hablaba solo, no lejos. Nadie le ponía atención. Y sin embargo, era digno de atención: era feo. Tenía el rostro de un reptil que alguien ha pisado hasta el cansancio, aplastado con desdén, sobradamente machucado.

Las estaciones del tren llegaban con una regularidad gramatical. Todas eran la misma, y todas presentaban el mismo formal tedio. Personas entraban y salían del tren, pero había que ser muy ingenuo para pensar que eso era movimiento; eso no era movimiento: era vacío disfrazado de movimiento. Los hombres son muchos, las vidas pequeñas, pequeñitas, los sueños también decaen, para convertirse en enfermedad, alinearse con nuestros órganos y sedimentarlos.

El tipo siguió hablando solo, hasta que una carraspera bochornosa le impidió decir más. Inmediatamente –como si se hubiesen puesto de acuerdo– una mujer alzó su propia voz en el vagón. Pero ella no hablaba sola; hablaba por el móvil; y además no hablaba, gritaba: “Mi hijo… Mi hijo… Sólo quiero saber en dónde está”, reclamaba la mujer: adulta, nerviosa, viva, muerta.

Pero entonces uno de los pasajeros, más bien joven, más bien insolente, irritado por la voz chillona y difundida de la mujer, la amenazó con la vista, como invitándola de una vez a callarse. La mujer dijo a su interlocutor: “Oye, te llamaré luego, ¿sí?”, cortó la llamada, calló. Hizo bien, porque el otro, el Insolente, sólo esperaba una excusa, un pretexto, razón, para descargarle encima el fémur de su rabia. Los demás mirábamos sin querer hacerlo. El viento helado, ártico o quemante, o tibio, ¿cómo saberlo?, masturbaba con su mano pasajera la piel metálica del tren. Pero adentro había calor, sin duda. Ese tipo de calor artificial que produce sudores artificiales. Todos sudan lo mismo, todos sudan igual, todos neuróticamente sudan, pero asimismo todos sienten asco por el sudor ajeno. De modo que ese asco por el prójimo prohíbe cualquier legítima soledad. No es que estemos solos: el problema es que estamos cuidadosamente aislados. Un libro, el periódico, cualquier taza de café sirven para no tener que alzar la vista. El pasajero común presiente que una mirada acaso menos venal que la suya lo está captando, y para no confrontarla se hunde más en un detalle automático: un libro, el periódico, cualquier taza de café. Pero tal mirada no existe, es imaginaria: nadie mira a nadie y todos estamos aburridos: frígidas viejas criaturas de peluche. Ah, niños asustadizos, ya sin la justificación de la niñez. Funcionen, funcionen, funcionen: amen su cansancio: les costará menos morir. Este clima de subpensamientos, estrategias desvirilizadas, ilusiones sin ánimo, prepara y alista al adulto como ninguna otra cosa: lo equivalente a autoembalsamarse. Así es. Así ha sido siempre. He cotejado toda mi vida mi cuerpo y mi cadáver; he sacudido las esperanzas y las tibiezas como erratas despreciables, tanto que el cuerpo y el cadáver son, hoy y siempre, aproximadamente lo mismo: raquítico almacén sin lujuria, eyaculando precozmente sus espasmos mediocres, punto final. Bien, qué importa, leamos libros y periódicos, hoy nomás, sin leerlos, bebamos café como los olvidados que somos, y salud por el hastío. De todos modos, la magia no vendrá a salvarnos. La historia se cansó de nosotros, como una esposa biliosa y abjurada. Me sujeto al asiento, yo también. En esa textura lisa, impersonal, básica, repetida, archivada, encuentro una resignación.

Y entonces: la explosión.

Lo vi todo en cámara lenta, la gracia, la minucia… los cuerpos bailando al torcerse. 

Los cuerpos no salieron disparados como al menos yo supondría que lo harían: desordenada, arbitraria, y caóticamente. Los cuerpos se proyectaron en el espacio según una trayectoria definida. Lo contemplé perfectamente: los anillos, dibujados, claros, nítidos en el aire, circunferencias, elipses, un diagrama fluido, complejo, maravilloso, oh, una obra de arte, como si siempre hubiese estado allí, pero sólo ahora, con la explosión, se manifestara en todo su esplendor y todo su designio. Entonces era cierto, y no solamente, y no apenas un movimiento de la fe… Existía: el Principio. Existía. Hilaba la muerte de estos hombres, los hacía bailar ardientemente… En el aire –un segundo, minúsculo segundo– iban Felices, Felices como nunca en su vida habían sido Felices. Esto es lo que no saben los que nada saben. De saberlo, talvez buscarían su propio fin sin dudarlo siquiera, sin un rasgo de ansiedad, sino como el que se sabe de antemano exigido por Dios. Pero nadie, acaso nadie intuye el mapa interpuesto en el mundo. Unos pocos han visto fragmentos refulgentes del mismo, pero jamás el trazado entero. Los hay que se contentan con ese fragmento, y piensan que han descubierto el todo, y sobre ese fragmento único fundan una religión, una iglesia, un templo. Está bien. Es lo que han podido ver. Otros saben que sólo están delante de un fragmento, y lo rechazan con desdén, eso: se sienten engañados. Otros ni lo ven: no lo quieren ver. Lo más difícil es que no existe un mapa único. Hay diez mil mapas. La reunión de todos los mapas es, bueno, es la presencia de Dios.

El hombre alto de las gafas holgazaneaba en tres pedazos en el tren.

El hombre que originalmente estaba a mi lado ahora se encontraba bastante lejos de mí, tránsfuga espontáneo, el brazo torcido de un modo rarísimo.

Por su lado, el hombre feo, el reptilhombre, se apretujó minuciosamente, tanto, contra una ventana, que la rompió, rompiéndose él a su vez el cuello.

A la mujer que preguntaba por su hijo, a ella le resultó más rentable dejarse atravesar por un hierro masculino, candente aún, por el estallido de la bomba.

El Insolente gritaba: él sí había quedado vivo, si bien no tenía una pierna, la derecha.

Una detonación de esta magnitud garantiza un decorado habitualmente espectacular.

Algunos de los pasajeros literalmente desaparecieron.

Todo alcanzaba a verlo desde mi complicada posición. No podía mover mi cuerpo. Otro hombre, o mujer (y cómo saberlo, si carecía de rostro), me aplastaba, me presionaba con su peso.

Incómodo, sí, pero ningún dolor. ¿Estaba tan herido que ya no sentía dolor alguno, o sencillamente no estaba herido?

Cerré los ojos (cerrar, abrir, ¿cuántas veces en una vida?), para abrirlos automáticamente después, al escuchar las voces de los socorristas, y más, sentí que me quitaban el cuerpo del hombre, o mujer, de encima. Pude respirar mejor.

–¿Cómo te llamas?

–Benjamín.

–Benjamín, te vamos a sacar de aquí. ¿Sientes algún dolor?

Yo no sentía ningún dolor.

–Mi nombre es Raúl.

Raúl tenía una voz grave, pedante, pero no era pedante: era afable.

Entre Raúl y Julio me fueron sacando.

Vi mejor a los otros, a los muertos.

Al parecer, yo era el único de ese vagón que había quedado con vida (el Insolente había dejado de gritar hace unos minutos).

Ellos me pedían una explicación.

Ellos eran un colectivo de órganos, tejidos, trozos inexplicables, sanguinolentos, heridas, sangres y fracciones, no un grupo de personas, incluso muertas, sino los fragmentos de esas verídicas personas, las células muertas de esas personas, los lechosos cerebros desorganizados de esas personas. Ellos me pedían una explicación.

Me sacaron en camilla. El tren, ya escoria, mostraba sus lesiones, también era un moribundo perforado, agonizaba.

Afuera la situación era aún más desesperante que adentro. Ponían los cuerpos uno tras otro en grandes bolsas negras. Y había caos, sin duda, desesperación, llantos horribles, pero ninguno de esos llantos reclamaba una pausa, una legítima pregunta, un luto y un absurdo –se incorporaba sin chistar, tan sólo, a la histérica mecánica general.

Me llevaron a un enorme hospital improvisado. Los heridos, más heridos que muertos, pero con el pánico tatuado como sello rígido: mueca recién adquirida, brutal máscara que no ocultaba nada, a veces sonrisa beata y algo estúpida (“Estoy vivo, estoy vivo”). Exigían un teléfono celular para llamar a sus familias. 

(Las bolsas eran todas del mismo largo, pero se intuía que unos bultos eran más cortos que otros.)

Pronto los heridos crearon un espacio mental insoportable.

A mí me revisaron dos, y luego otros dos médicos:

–Nada, no tienes nada –decían, asombrados.

O:

–Deberías estar muy agradecido. Tienes suerte.

Unos decían que no tenía nada; y otros decían que tenía suerte.

Pero luego se iban: pronto tenían que atender otros heridos.

En poco tiempo se olvidaron de mí.

Por lo cuál me levanté, empecé a caminar.

En principio, me dediqué y limité a ver el esfuerzo torrencial de los más vivos por rescatar a sus congéneres. Después, mejor, me puse a ayudar. Conseguí robar un chaleco de socorrista de una de las ambulancias. Mi tarea consistía en llevar cuerpos, cuasicuerpos, del tren hasta la fila de bolsas negras. Me los iban pasando, y con una voluntaria llamada Cristina completábamos la tarea. Luego me metí al tren, directamente, a desenterrar cadáveres, a desclavarlos, reunirlos, pues la mayoría estaban rotos y desmembrados, estaban en pedazos. Agotador. La prisa, tiránica. A veces se me resbalaba el muerto de las manos.

Sobre todo me concentré en sacar a los heridos, ellos eran los más importantes.

Algunos casos:

Mujer de aproximadamente veintisiete años, no del todo obesa, pero sí un tanto gorda, pesaba su poco. Ésa la tuve que sacar solo y sin ayuda. ¿Era bonita? Pudo haberlo sido, en vida. Así como estaba, no. Lo que llevaba puesto –un reloj, un sweater, lo que llevaba encima– estaba cubierto con sangre, así es: la sangre, la cotidianidad nueva, inédita, espectacular, que lo cubriría ahora todo, todo, todo, en adelante. Le cerré los ojos; con una mano práctica, apenas nerviosa, lo hice. Y levanté. En efecto, pesaba. No la cargué, sino más bien la arrastré sobre los escombros.

De su bolsillo cayó una navaja. Una navaja por demás hermosa, blanca, que devolví a su lugar original, al bolsillo.

Me tocó sacar asimismo a un niño. Horrible. No tenía un dedo. Estaba vivo. Ni siquiera lloraba. Resoplaba levemente. Breves, discretas, sus respiraciones. ¿Ese perro a su lado, era suyo? ¿Pero qué hacía un perro allí? El niño tenía la mano hecha mermelada, tuve que tomarlo a él con la mayor delicadeza.

Un socorrista me sorprendió.

–Eh, tú –me llamó.

Me hice el desentendido, y entonces me tomó del hombro. Advirtió que yo no era un socorrista. A lo mejor me había visto antes en el panteón de los heridos.

–Sólo quiero ayudar –di la explicación.

–Perfectamente. Pero existe un modo. Necesitamos apoyo. Pero existe una forma de hacerlo.

En efecto, yo no sabía nada de primeros auxilios.

–¡Raúl! –el socorrista llamaba a alguien que se llamaba Raúl.

Y resulta que Raúl era el mismo Raúl que me había sacado a mí del tren. Parecía contento al verme; satisfecho.

El otro socorrista le indicó:

–Quiere ayudar.

Y me señaló.

En el cielo las nubes pasaron rápidamente.

–Pues vamos, hay mucho por hacer –dijo Raúl con voz grave.

En el cielo las nubes pasaron rápidamente.

Sacamos a una mujer embarazada, tardamos como media hora: tenía clavado un pedazo de vidrio en la espalda. “No quiero perderlo”, decía, “por favor, no quiero perderlo”.

–Descuida, no vas a perderlo –le respondió Raúl, con una sonrisa a la vez humana y expeditiva.

Los ojos adormilados de la embarazada imploraban, y no pude evitar llorar un poco.

La llevamos a una de las carpas, en donde inmediatamente se hicieron cargo de ella.

Una vez afuera, Raúl me llamó la atención:

–No puedes titubear de esa manera. Tienes que mostrar firmeza. No puedes lloriquear así con cada víctima. No se llora con uniforme puesto.

Los bomberos se movían con valía, y voluntad de acero. Cada vez más gente alrededor, ayudando. Personas como yo, apenas lastimadas, se unían voluntariamente a la brigada de ayuda. No todas, claro; algunas físicamente ilesas estaban emocionalmente paralizadas. Las crisis nerviosas, los arranques histéricos, eran frecuentes. Para ello se había establecido una carpa exclusiva; especialistas en episodios traumáticos daban ayuda activa.

Muertos y muertos.

La voz ronca y despabilada de Raúl dando órdenes empezó a deprimirme.

Raúl se dio cuenta. Me dijo:

–Anda, descansa.

Pero yo no quería descansar; no quería asesoría psicológica; no deseaba hablar con un cura.

Mi alma estaba como mojada, pesada, y si no hacía algo, cualquier cosa, se pondría aún más pesada, pesada como un denso relicario.

De modo que entré a uno de los últimos vagones, alejándome progresivamente de las órdenes analíticas de Raúl. Lo sorprendente y lo insólito en este vagón era que sólo había una víctima, mujer, presumiblemente, pero no podía estar seguro, por lo oscuro… ¿Era mejor buscar ayuda o hacerlo por cuenta propia?

Resolví hacerlo por cuenta propia. Después de otear con intriga la posición de la mujer (¿despierta?, ¿fallecida?), advertí que era preciso liberar una de sus piernas, luego moverla.

–He venido a rescatarla –dije con fuerza.

No respondió.

–Si me escucha, por favor diga algo, haga un gesto.

Nada.

Llegué a ella, y con amargura comprobé que tenía el pecho por entero destrozado, pero con más amargura comprobé que era Raquel. Mi novia Raquel. O más bien: mi ex-novia Raquel, puesto que habíamos terminado hace dos semanas, luego de una violenta disputa, en la cuál le hice ver que no soportaba sus constantes celos. ¿Qué estaba haciendo ella en el tren, a esa hora, en el mismo tren en el cuál yo viajaba, y en el cuál viajaba, además, un terrorista? Caí en cuenta: la disputa, los celos: Raquel me estaba espiando.

Eché a llorar. A empellones me salió el llanto; exuberante; Raquel se sacudía con mi tristeza, al yo abrazarla, incluso parecía que estaba llorando conmigo, aullando, a mí prendida, implícita en mi agonía. “¿Por qué, Dios mío, qué has hecho, mi Dios?”, reclamé. Era como si una nueva bomba hubiese estallado: “Perdóname, Raquel”; “Te quiero, Raquel”; “Nunca quise hacerte daño, Raquel”… Así nos quedamos un rato, hasta que el perro me vino a lamer la mano. El mismo perro que olfateaba al niño, en el otro vagón. Y después salimos, yo y el perro, y nunca nos detuvimos, ni siquiera ante la anciana cubierta de sangre en la silla de ruedas, ni tampoco ante el señor de los párpados deformes, ni aún ante la muerta blanda, y como santa, en la camilla. Nos alejamos del tren, simplemente, de las ambulancias, de los gritos y también de los silencios, de los heridos y los otros, nos alejamos, y caminamos, y corrimos, sin dirección, y la noche cayó sobre la ciudad como una mano enorme y oscura, repitiendo su caricia ausente. 
Creative Commons License
Exageraciones by Maurice Echeverría is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.