A mí lo que me gusta, lo que me gusta realmente es exagerar.
Así desde chiquito.
Desde Poe.
En verdad, Poe me convirtió en un exagerado (“Madman! I tell you that she now stands without the door!”). Fue ese pobre, pobre hombre quien hizo de mí un miserable.
Es que no hay peor destino que el destino del exagerado. Clínicas de rehabilitación, trastornos mentales, escándalos públicos...
Pero también, a veces, una laptop. Teclear en la noche infinita…
Siendo exagerados, los relatos contenidos en este libro tienen una cualidad compensatoria, clásica diría yo (clásica, anacrónica) que los hace accesibles, previsibles, cosa buena a veces. A diferencia de mi previo libro de cuentos, éste es menos pretencioso, más público, menos original, más legible. Fue hecho para entretener, y no epatar. Tampoco fue hecho necesariamente para explorar la condición/comedia humana aunque, de hecho, la explora.
Tránsito en la casa es un brevísimo y típico cuento de espantos, en un típica (racista, clasista) casa guatemalteca. Salvo esta pincelada, no tiene casi nada de especial. Fue hecho por encargo para el diario Siglo XXI que después no lo publicó, por parecerles demasiado polémico. Y ya ven, se hacen llamar Siglo XXI. La mujer que trabajaba en mi casa entonces, por cierto, se llamaba Tránsito (este detalle no es exageración, pues) y le tengo un especial cariño. Mientras ella limpiaba, yo escribía. O sea que mientras ella limpiaba, yo ensuciaba.
Me da gusto verte, Raquel es acto (creativo) de solidaridad y un cuento que a mí en lo personal me gusta, pero a los demás resulta que no, y prueba de ello es que lo mandé como a tres concursos y no pegó en ninguno; y que lo mandé a Rafa Gutiérrez a la Revista de la Universidad de San Carlos, y me dijo que no lo publicaría (siendo él quien me había pedido el relato en un principio). Lo escribí luego del atentado de España (el del 11–M). Me sentí un poco incómodo redactándolo, ya que es un relato sobre un hecho real –y extremadamente delicado– que no vi ni presencié, así que la atmósfera general, los detalles, los personajes, puede que todo esté equivocado. Es más: estoy seguro que está equivocado. No soy español, nunca he estado en España, ni siquiera sé cómo dialogan allí, más allá de los lugares comunes, que son los que nunca sirven. Al final opté por no situar el cuento en España. Nunca queda definida la ubicación. Por demás, posee un ligero momento místico que lo emparenta con lo fantástico, lo fantástico/espiritual.
La celestial orilla es cuento corto y contundente. Lo que me gusta de él: el momento sobrenatural aquí es casi inexiste, por eso es me gusta. Un alegato contra la violencia de mi país.
El antes y el después es un esperpento; sirvió para denunciar un montón de cosas –y entre ellas: esa asquerosa forma en que nos hemos empoderado con la propia historia: la indignación que usa y se aprovecha. Me tomé el tiempo de burlarme de algunos artistas del performance: se toman ellos demasiado putamente en serio. Fue escrito con miras de participar en el concurso Myrna Mack, y ganó (2005). Está dedicado a Ariel Ribeaux, escritor, crítico de teatro y de arte, cubano que salió de Cuba para morir en Guatemala, de un plomazo. Mejor ejemplo del llamado samsara no existe. Dios bendiga su risa caribeña.
DL también fue escrito para el concurso Myrna Mack (no ganó, aunque sí llegó a los finalistas ese año). Por esos días había estado el Dalai Lama en Guatemala, de allí brotó la historia. No es fácil escribir con corsé (el concurso Myrna Mack exige siempre determinadas temáticas, más bien tiesas) y me gustó cómo me las ingenié para hacer una historia de contenido social en un ámbito perfectamente fantástico. Incluí a Myrna Mack como un personaje de la historia, y hasta le inventé un noviazgo en el seno del relato, lo cuál es una tremenda licencia, y es mi deber consignarla, porque en rigor nunca la conocí ni tengo idea de cómo era ella ni me tomé el tiempo de averiguarlo. Lo único que conozco a ciencia cierta es que la asesinaron, a ella y a muchos. El cuento está dedicado a mi abuela, Olly, que siempre se interesó en el budismo, y yo, cuando era chiquito, miraba pasmado los budas serenos, y poderosos, en la sala de su casa.
50% SALE es un cuento con aires de Bradbury, maestro. Como también lo es Veinte pedazos de cabeza, dedicado a mi suegro, que nunca conocí, muerto en accidente de carro. Practicaba el deporte del tiro, en el buen sentido, no como otros que practican el tiro por deporte, y no exactamente en un polígono. Por cierto, el polígono de Zacapa (de Zacapa, nada menos) lleva su nombre. Veinte pedazos de cabeza me parece un cuento excelente.
El ciudadano Gedaliah es el más original de todos los cuentos aquí reunidos. En una época, experimenté mucho con los hongos alucinógenos, llamados según se sabe “la carne de Dios”. ¿Qué pasaría si alguien comiese la carne de Jesucristo, pero no la carne metafórica o litúrgica, sino la carne carne? Tal fue mi pregunta.
La Ruina que Vino a Sara sirvió, yo creo, para burlarme de aquellos que creen que la naturaleza es una cosa blanda y sentimental. Notará el lector que hay una especie de travesura en el título (y en el título nada más) que medio emula el título de un relato de Lovecraft: The Doom that Came to Sarnath. ¿Por qué? Quién sabe. Es un sinsentido.
Imaginación y realidad se entremezclan, como la respiración de dos amantes…
Adivina quien viene a cenar fue inspirado en una visita que hice a la casa de Katharine Hepburn (la de Manhattan, no la de Connecticut). Creo que acerté con la voz narrativa, y creo que acerté con el hecho de que el espanto está allí desde el principio, y que es a él a quien le cuentan la historia de terror. Los dos subtemas son la inmigración y la homosexualidad, de la cuál nada sé, pero que siempre me ha interesado, como lo muestra mi nouvelle intitulada Labios.
Perro Jaguar recoge mi pasión por lo fantástico y por esa fantástica locación narrativa que es el lago de Atitlán.
Por último, quisiera establecer que dejé afuera un par de relatos con la misma arbitrariedad con los que dejé otros adentro.
Tantas cuartillas que han sido llenadas, para terminar huérfanas en el disco duro...
Bueno, no tantas. No exageremos.