La Ruina que Vino a Sara

Repudio las grandes historias elaboradas. Esas ficciones, esos disimulos, y esos embelesos, son bien poca cosa en comparación con la realidad, especialmente con la realidad de Sara. Después de conocerla a ella y conocer su historia, cualquier literatura y cualquier tragedia es solamente, es apenas cruel.

Aseguran algunos que el mundo no merece apego por parte nuestra. Yo me apego a la sensible anécdota de una mujer que estaba enamorada de los gorilas. Un cierto sentido de la decencia así me lo exige. 

No había en ella sino cuatro años de vida cuando se encontró con un viejísimo ejemplar de Time Life (uno de tantos que su abuelo había guardado algún día para sus probables nietos). Al ver la foto de los gorilas se sintió más liviana, más inmediata. A partir de ese tierno momento, decidió que su destino estaba en el África Ecuatorial, junto a esos animales.

No sé qué cosa exactamente pudo haber originado la veloz obsesión. Por las noches, el mismo sueño: una criatura corpulenta y de nariz achatada la tomaba entre sus brazos, le daba afecto. No es que no lo tuviese en casa, el afecto; al contrario… Pero la imagen de esos largos brazos abrazándola, brazos de un padre torpe y bello…

Los gorilas. Sin haber visto ninguno, se convirtió experta en todos. Sabía cuánto había que saber de su constitución, de sus reacciones, de sus costumbres. Sara poseía absolutamente todos los documentales sobre el tema. En casa, hicieron lo posible por estimular esa notable afición; imaginaban a Sara –en el futuro, adulta ya– como una reputada estudiosa de gorilas. Una familia soñadora, limitada, pero soñadora, se admiraba de una hija que a los siete años daba lecciones, auténticas, científicas, amorosas lecciones sobre, por ejemplo, el modo de aparearse de tales criaturas.

¿Qué vio en ellas?

No sé. Sé que cuando tenía diez años, su padre llegó después del trabajo y durante la cena anunció que era posible que le dieran nuevo empleo, y que con ese empleo ganaría muchísimo dinero, y que con ese dinero hasta podrían ir a ver a los gorilas. Sara se lo tomó en serio. Por lo tanto esperó a que le procurasen el trabajo a su padre, cosa que nunca ocurrió. Dos años más tarde, Sara le preguntó a su padre por el empleo, por los gorilas: en la familia comprendieron que Sara tenía un problema.

En efecto, lo tenía. Tenía un problema, y parte del problema era su amigo imaginario, que además de imaginario, era gorila. Se llamaba Efraín.

Por ello decidieron llevarla a terapia. La terapia con el psicólogo duró tres años y medio. No sirvió de mucho. A los quince, Sara consiguió un primer novio. Y aquí conviene decir que a lo largo de su vida, a Sara le gustaron siempre los hombres grandes, peludos y contundentes...

A los diecisiete, Sara obtuvo su primer trabajo. Era un trabajo simple y mal pagado, atendiendo un café por las tardes. No tardó Sara en comprender que si en verdad quería ir al África, tendría que ganar más dinero, es decir agenciarse una mejor ocupación. Porque, está bien, si el padre de Sara no había conseguido un mejor empleo en aquel momento –y Sara eso no lo olvidaba– ello de ninguna manera significaba que Sara debía seguir los mismos mediocres pasos suyos –Sara estaba convencida de que ella sí podría conseguir un mejor empleo (padre diminuto, esquelético, insignificante, de así quererlo, Efraín lo podría destripar con una sola mano…) Su amiga Rebeca se dedicaba desde hace unos meses a la prostitución: una prostitución elegante de fin de semana. ¿Por qué no? Pero primero había que perder la virginidad. Por lo cuál invitó a su novio a un motel. Sí, el novio –siendo grande, peludo y contundente– era aún virgen y ella también. Se puso muy emocionado con la invitación. El cuarto de motel era un cuarto en donde otras mil parejas habían fornicado previamente, y el sudor y el secreto de esas mil fornicaciones impregnaban los cuerpos de Sara y su novio, y su novio además babeaba. Pero de esa atmósfera más bien amarilla Sara no pudo notar nada: estaba demasiado ocupada imaginando que era Efraín quién estaba encima de ella, no su novio, penetrándola con ritmo abigarrado y voraz.

Su novio. Después de esa tarde, Sara rompió con él. Prefirió ciertamente a Efraín. 

Rebeca presentó a Sara a su patrón, y el patrón le dio una probadita a Sara. Le gustó lo suficiente como para contratarla.

Trabajó allí a lo largo de dos años. Dos años creativos, caóticos. Sara se fue de su casa, porque no soportaba más a su padre. El padre de Sara siempre le andaba preguntando qué era lo que hacía los viernes y los sábados por la noche, y Sara no toleraba tanta sospecha y tanta intriga y tanta delación, así que hizo sus maletas y se mudó a una casa, con la Rebe. 

Eventualmente renunció al trabajo, eso sí. Es que Efraín se puso celoso, y amenazó con dejarla si no dejaba el oficio de puta. Sara tuvo que buscar otro empleo, por tres razones: la primera siendo que: si bien era cierto que: había ahorrado algún dinero en dos años: también lo había despilfarrado con equivalente dedicación en fiestas interminables: por lo tanto: necesitaba otra fuente de ingresos para comprar el boleto a Nigeria, o Camerún, o Gabón, o el Congo: dos boletos, en realidad: el suyo: y el de Efraín.

La segunda razón es que había que pagar la renta, o la Rebe se vería en la penosa situación de echarla de la casa.

La tercera razón era la comida de Efraín. Alguien tenía que comprar la comida de 

Efraín. Efraín comía demasiado.

Así que hizo de secretaria, en un bufete de abogados. No hace falta decir que todos los abogados del bufete se acostaron con ella. Uno de ellos la embarazó, incluso. Nestor.

Nestor, además de embarazarla, no aprobó el embarazo. Por lo que hizo que abortara. Casi incluso la despide; luego compadeciéndose de ella.

Sara no sabía si contarle el dilema a Efraín, por temor a su ira. Efraín, cuando estaba enojado, se golpeaba el pecho con los puños como un maniático. A veces, en su rabia, le pegaba a Sara.

¿Por qué razón Sara, débilmente, le terminó contando, entonces…? Efraín como un trastornado estaba. Una multitud de gritos y persuasivos escarnios salían de su boca. Hasta que salió él todo por la puerta, dejando a Sara muerta de la preocupación. Efraín casi nunca salía de casa, o solamente durante las altas horas de la noche. ¿Y si lo agarran?, pensaba, nerviosísima, Sara. ¿Y si lo meten al zoológico? O peor aún: ¿y si lo matan? Pero nada le sucedió a Efraín. Efraín regresó al día siguiente, completamente drogado y borracho, pero vivo.

Sara, aunque no había dormido, fue a la oficina. Allí se enteró que a Nestor lo habían matado. “¡Efraín!”, se dijo a sí misma. Efectivamente, Efraín había ido a buscar a Nestor. Sara vomitó en el baño. Volvió a la casa por la tarde, descompuesta:

–¿Por qué, Efraín, por qué lo hiciste?

–Merecía morir –respondió Efraín, categóricamente, mientras tomaba leche, la leche le salpicaba el negro pelaje.

–Pero si éramos felices. ¿Por qué destruiste nuestra felicidad?

–Tú eras feliz: yo no. Perra infiel: estoy atrapado en esta casa, ni siquiera puedo salir a la calle. Pero ya verás: un día me largo y no regreso.

A partir de allí, la relación se vino al suelo. Sara estaba desesperada. Incluso llamó a su papá, era tanto el dolor: pero él no quiso hablar con ella.

–¡Desgraciado! Es culpa tuya que mi padre no me habla.

–Y además mentirosa. Yo no tuve nada ver en eso.

Los días se fueron haciendo más y más insoportables. Efraín se limitaba a ver la televisión todo el día. Su aspecto desmejoró notablemente. Adelgazó. Ya no era aquel gorila convencido: grande, peludo y contundente. Era tan complicada la situación, que Rebeca se había ido de la casa. Ahora Sara pagaba la renta ella sola. Apenas le alcanzaba el dinero del bufete.

Sara empezó a salir con hombres. Quería sentirse codiciada, mujer.

Cierto día Sara regresó del trabajo, y Efraín ya no estaba. Ni siquiera había dejado una nota. Sara rompió a llorar. Trabajosa y lentamente, rompió a llorar. La depresión se apoderó de ella, como una saliva ondulante. Por lo menos contaba aún con su trabajo, y al mismo se dedicó, sin reclamos. Cumplía con las tareas mecánicamente. También su aspecto desmejoró. En la oficina, los abogados ya ni se fijaban en ella.

Y sin embargo (la vida y el olvido) pasaron dos años (ahora tenía veintitrés) en los cuales el dolor disminuyó, gradualmente. De ese dolor solamente quedó un ligero hilo de frustración, que se enrollaba con parsimonia a lo largo de su columna vertebral, sin hacerle demasiada presión.

El día en que en el bufete le subieron el sueldo, Sara salió a tomar un café, para celebrar. Luego, caminó en la zona 10, despreocupada, y se detuvo delante de una agencia de viajes. Observó con detenimiento los afiches de playas soleadas y montañas nevadas y una esperanza, un sentido deslumbrante de anticipación le depuró el rostro. Durante esos dos últimos años, había ahorrado lo suficiente como para pagarse un viaje. Y entonces recordó su viejo sueño de infancia: África…

Pensemos en el encanto que a veces trae la esperanza. Cuando queremos que las cosas sucedan, nos vamos a estrellar contra el granito más abusivo, más unánime; pero cuando dejamos que las cosas sucedan, entonces advienen los milagros. En poco tiempo, y luego de las averiguaciones pertinentes, Sara comprobó que existía un programa para voluntarios interesados en cuidar gorilas. Fue aceptada en tal programa. En el avión sintió cómo el destino infundía en ella claridad, coherencia, copiosa y lenta paz. Se regodeó lo suficiente, al ver las nubes por la ventanita.

Fue recibida por todo un personaje: un asiático que compensaba su mal inglés con una sonrisa tan pura y auténtica como Sara jamás había visto alguna. Al día siguiente iría a ver a los gorilas. Pensando en éstos, apenas pudo dormir; hubiera necesitado muchos calmantes para reducir la emoción, el trastorno. La ternura y la devoción la hicieron llorar, porque ya esos gorilas estaban casi delante de ella, dulces, enormes.

El bosque tropical: quedó Sara maravillada ante su riqueza y su aquelarre: mil humedades, mil detalles, mil aglomeraciones: ritos y pájaros. Caminaron –ella y el grupo– un trecho considerable, hasta llegar a un asentamiento de rigorosos gorilas. Se mantuvieron a una distancia prudente. Vieron a los animales interactuar, inventariaron con la mirada sus gestos prácticos y distinguidos. Sara, extasiada, miraba en especial a uno de ellos, que a la vez la miraba de vez en cuando a ella. Así estuvieron un buen tiempo, en el cuál Sara entendió que éste había sido siempre su propósito. Siempre su propósito este momento de saberse lista para amar, no a uno, sino a todos los gorilas del mundo, cuidarlos como una madre solícita cuida a sus hijos apenas indefensos antes la rauda autoridad del hombre. Sara recordó desde luego su película favorita de todos los tiempos: Gorilas in the mist, con Sigorney Weaver, representando a Dian Fossey, la célebre activista y defensora de los gorilas. Como Fossey, también estaba dispuesta Sara a dar sentenciosamente la vida –si hacía falta– por unas criaturas tan nobles, ingenuas, incomprendidas: así de grande, así de incondicional, y así de auténtico era su amor por ellas.

El asiático avisó que era hora de partir. Sara su puso triste, pero aceptó que mañana volvería. Le echó un último vistazo a su gorila, el que más le gustó de todos.

Fue en ese momento cuando éste se lanzó contra ella a una velocidad que desconcertó a los presentes, animales y humanos. Hinchado de furia y arrobo, en diez, doce y quince andadas ya estaba sobre ella, ya la estaba estrangulando, apretando su cuello breve con una considerable mano. Sara sintió la muerte aceitosa acumularse en su rostro. El asiático se acercó, como pudo, a rescatar a Sara, pero el gorila sencillamente no soltaba. Justo antes de que muriera, el animal se acercó, susurró en la oreja a Sara:

–Esto es por Efraín, hija de puta.

Sara cayó muerta. El gorila se alejó, con una sonrisa en la boca. ¿Es una sonrisa eso en un gorila? Nadie del grupo estaba seguro de nada, en ese momento. 
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