I
Muy raro: a Elisa le parecía raro, le parecía incomprensible el cuadro que su esposo había mandado a poner en el muro, y la verdad, le daba un poco de vergüenza que sus amigas vieran semejante mamotreto colgado en su sala. Prefería ciertamente los adornos de cristal de Murano que poblaban la gran mesa de madera: una mesa baja, sí, pero larga, imponente, comprada en una tienda de la Antigua, y un símbolo de mejores épocas y mejores ilusiones.
Elisa estaba acostada en su sofá favorito. Siempre que se sentía triste le daba por acostarse en él: esa superficie como consolación. Por debajo de la bata, se adivinaba una pierna en perfecta forma: plástica, sensual, aunque afeada (pero eso a la vez la hacía más deseable) por un moretón de colores verdosos. Elisa alargaba la mano: tomaba cada cierto tiempo un chocolate de una caja, mecánicamente, y lo introducía en su boca. Por lo menos su esposo no le había golpeado la boca: posiblemente lo que más le gustaba de todo su cuerpo.
–Adelina– gritó, con cierto tono esquemático.
Adelina se presentó, con cierta premura, con esa premura triste de las criadas.
–Tráigame un café, Adelina.
Adelina se retiró.
Elisa se volvió a quedar sola en la sala. No tenía ganas de nada. Ninguna de sus amigas había querido acompañarla esta vez al centro comercial. “Las detesto”, dijo, en voz alta, Elisa. No tenía ganas de hacer compras navideñas por su cuenta. ¿Por qué sus amigas no querían salir con ella? Nunca acostumbraba hacer shopping sin compañía.
Súbitamente, recordó el rostro de Gerardo, la manera en que la estaba regañando el día anterior: “No servís para nada”, le había dicho. “Por eso prefiero a la otra”. No hay manera de complacerlo, pensó Elisa. Una sensación enervante le recorrió la pierna. “No servís para nada”, dijo Gerardo, y luego le pegó una patada, no tan fuerte como otras veces, pero sí fuerte lo suficiente como para dejarle ese hematoma deprimente en el muslo.
Se sintió, ella también, frustrada. En los últimos años, siempre que llegaba la navidad, lo mismo: el sentimiento de que había echado a perder su vida.
Elisa miró a su alrededor. Se sentía acorralada allí, como si su casa ya no fuera más suya.
Sobrevino la irritación. ¿Por qué tenía que quedarse encerrada? ¿Por qué era siempre necesario salir de compras con alguien? ¿Por qué no podía hacerlo sola?
Adelina volvió, con el café.
–Adelina: dígale al chofer que se aliste. Dígale que salgo en media hora.
II
Elisa entró en una tienda. Se sintió de inmediato mejor. Una tienda era un mundo confortable, gobernable. Se puso a buscar algo que le gustase a Gerardo, y luego se puso a buscar algo que le gustase a ella. Y sentía la amabilidad de la ropa, cómo la ropa se dejaba tomar sin resistencia. Y sentía el poder, el vértigo, la conciencia de tener entre sus manos algo blando. Elisa compró una blusa. No le gustó del todo, pero la compró igual. Necesitaba comprar algo. Pero estaba insatisfecha con su compra. “Definitivamente”, se repitió, “Guatemala no es Roma”.
Elisa salió de la tienda, para entrar a otra, y luego salir y entrar a otra nuevamente, y salir… Una fuerza tensa la llevaba por todo el centro comercial. Y había en su rostro esfuerzo, persistencia.
En ese momento, advirtió una tienda que no había visto antes. “Qué raro”, reaccionó. Era tan raro como el cuadro que Gerardo tenía colgado en la sala. Elisa dudó: no sabía si entrar. Observó de cerca la ropa exhibida en la vitrina. Un poco demasiado exótica para su gusto. Pero no quería volver a casa, aún. En la vitrina, un rótulo anunciaba: 50% SALE. Eso bastó. Elisa ingresó por la puerta. Adentro no había música.
Y adentro no había nadie, salvo una dependiente, más bien entrada en años, no una de las usuales mocosas. Las dos se observaron por un momento; las dos se catalogaron. Pero Elisa no alcanzaba a saber lo que la otra pensaba de ella.
La dependiente no esgrimió ningún gesto de bienvenida. Tenía un rostro frío. Como el rostro frío de Gerardo. Finalmente, la otra dijo, secamente: “Pase adelante”. En su voz, una cierta insolencia.
La rabia blanca se apoderó de Elisa. ¿Quién se creía? Estuvo a punto de salir, pero cierta prenda nacarada, intrigante, le llamó la atención. Era una prenda única.
Decidió darle una oportunidad a la tienda. Todo le resultaba hermoso. “Pero si ésta no es la clase de ropa que a mí me gusta…”, se trató de disuadir Elisa. Algo la hechizaba. No quería salir de allí, de golpe. No quería que ese momento tuviese un desenlace, que terminara acaso jamás. Todo estaba tan ordenado, tan distribuido: pliegues perfectos, definidos. Los sweaters impecables le llamaron largamente la atención. Y después las chaquetas. Y los cinchos. Y los sacos. Todo.
La frustración empezó a desaparecer: Elisa estaba completamente abstraída por el espectáculo de trajes y vestimentas que la rodeaban. Pasó una hora como un minuto. De pronto, encontró una bolsa. Elisa la auscultó, y decidió que era exactamente lo que ella quería: nunca había visto algo igual. Levantó la vista, comenzó a preguntar el precio de su increíble descubrimiento, pero se interrumpió: la otra no estaba.
¿En dónde se había metido?
La buscó por toda la tienda. Pero no estaba. La volvió a buscar, con cierta compulsión. Pero no estaba. La ira volvió a apoderarse de ella. Pero no estaba.
Elisa escuchó en ese momento algo detrás de ella. Pensando que era la otra, se dio la vuelta. Para su sorpresa, no había nadie. El ruido se repitió: un ruido ligero, un frisson, un susurro, un estremecimiento, un humor vago, una arcilla desgranándose entre los trajes colgados.
Y luego un traqueteo de perchas.
Y luego algo cayó.
Elisa sintió miedo, verdadero miedo, un miedo baboso, empalagante, más que físico.
Algo la rozó, furtivamente.
Casi al borde del delirio, intentó escapar. Pero ya las vestiduras se estaban inflando, como si tuviesen cuerpos dentro. Ya lo maniquís estaban articulando movimientos lentos y seguros. Ya la ropa movía los brazos, las piernas: se descolgaba, ella sola, y avanzaba.
Y casi se alcanzaba a escuchar un gemido, sí, un gemido, tácito, repitiéndose. El cuero había cobrado vida. El algodón. El corduroy. La gamuza. El cashmere. La ropa la buscaba: la asfixiaba, la devoraba. Un cincho se cerró alrededor de su cuello. Los bolsos volaban.
III
La navidad ha venido al centro comercial en forma de pequeñas luces neuróticas, que lo adornan todo con una intermitencia desquiciante. Muy cerca de la fuente, el árbol navideño, de aspecto mendaz, se erige, cobijando falsos regalos enormes. Los niños juegan, deliran, suplican a sus padres: tantos juguetes los vuelven como locos. Mariana no se siente, en cambio, estimulada. Hace mucho tiempo que bosteza, y que se aburre. Ha terminado su capuchino. De repente, algo, finalmente, la sorprende. Una tienda que no había visto antes. “Qué raro”, piensa. Los anteojos oscuros ocultan el golpe que su marido, Luis, un hombre respetable, no vaciló en propinarle, ayer. Mariana entra a la tienda. Adentro, una dependiente, ya entrada en años, con el rostro frío, sonríe un poco.