Adivina quien viene a cenar

Entonces, Katharine, te estaba contando de mi abuela. Discúlpame la interrupción, pero necesitaba un vodka... Ya ves que después de la comida, en la noche, suelo tomarme uno. Además, no todos los días se tiene la posibilidad de hablar con la difunta Katharine Hepburn, you know… Una celebración se hace precisa.

Tu voz es lo que yo siempre imaginé: así grave y melodiosa. Es lamentable que no haya nadie para escucharla conmigo.

Mi abuela… La finca… Las vacas… ¿Es verdad que las vacas mugen? No sabría decirlo. En mi vida escuché a una vaca mugir. Y eso que crecí entre ellas: detestables animales, que huelen poderosamente a mierda.

Fue por no ver más vacas que me fui de Guatemala. Bye bye Guatemala. Por no ver más vacas, y por no ver más a mis padres, que son ellos mismos vacas, y por no ver a Guatemala, la vaca total. Considero que habría que echar las vacas a los tiburones. Matarlas una a una, hasta su completa extinción.

“Quiero conocer Guatemala”, me dijo el Barcelonés la otra noche.

“Madre mía”, me dije calladamente, “!la vergüenza!, ¡las vacas!”.

Me fui huyendo de Guatemala, depósito de vacas, a Nueva York, el lugar más antivaca sobre la faz de la tierra. Qué gusto me dio separarme de tanta fetidez. No estoy exagerando, Katharine. ¿Los mayas, dices? En donde yo vivía no había mayas. Sólo finqueros, y pistolas. Y muchas putas en el pueblo. Mi papá me obligó a meter mi capullito en una de ellas, y luego salió sucio, maloliente, no a vaca pero feo.

Nueva York… En verdad, es una cortesía que Nueva York reciba a los que, como yo, venimos huyendo de las vacas. Cada vez somos más. Es de verlos, a los recién venidos, con los ojos pelados, como si hubieran visto un fantasma (no te ofusques, Katharine, es sólo una expresión).

(A mí lo primero que me llamó la atención al venir fueron las bolsas de basura. ¡Cuánta basura en tantas esquinas apilada cada noche! ¡Qué exhibición, Dios mío! Una ciudad que produce tanta basura es porque produce mucha belleza, entendí pronto.)

(La primera vez que fuimos a bailar con Omar a Central Park, un domingo, entre puros desconocidos, al ritmo de los tambores, me llenó de felicidad el corazón.)

Nueva York y sus inmigrantes. Estas innegables muchedumbres confluyen en un ritmo laboral ensordecedor y han puesto sus manos esqueléticas al servicio de la ciudad divina, que los observa. De las cocinas, de los camionones, de las partes traseras de los sempiternos negocios brotan sus voces multicolores, babelizantes.

Yo también me puse a trabajar. A trabajar, pero en las noches me iba a los clubes, a besarme con todos esos chicos. Desconozco de donde sacaba tanta energía. Y nunca me pasó nada. Es que tengo un angelito de la guarda un poco sucio cuidándome, ji ji.

Aguarda, Katharine, voy por otro vodka. ¿Se puede saber de dónde has sacado el atuendo tan fulminante?

No volveré a ese maldito pueblo, no. Tú no puedes saber lo mal que me hicieron sentir en ese lugar. Esos ignorantes encontrarán siempre en sus pequeños cerebros coleccionistas de maldades alguna forma de degradar y humillar. No olvidaré aquella noche… Eran cuatro… Ya sabes cómo se ponen en esas fiestas de pueblo… Me colocaron en la parte de atrás de un pick up. Me llevaron: un camino solitario en la caña. Caña dulce de mi tierra… Puede ser muy amarga si te la están metiendo a la fuerza por el culo. Oh well.

Todos bien malos. Con la excepción de mi abuela, y de Omar, claro. Mi abuelita Adela entendía que yo era… especial. Ella entendía que mi ángel de la guarda era un poco sucio... Mi abuela tenía ella misma características de ángel. Me miraba con aires compasivos, cómplices. Adelita. Cantaba lindo. Su voz parecía recién salida de la tierra. Me decía las cosas más dulces. Cuando yo era chico, me daba helados y chocolates sofisticados que mandaba a traer a la capital especialmente para mí. Me defendía de mi padre, cuando éste alzaba la voz. Y tenía tanta energía… De mi abuelita es que yo traigo las fuerzas. Incluso entrada en años, seguía yendo al río, ella, solita, a bañarse. Se movía con firmeza entre las grandes piedras, pulidas por la corriente.

Perdón, estoy llorando. Es que fue tan triste la forma en que murió...

Los dos seres de Guatemala que yo más he querido son mi abuelita y Omar.

A Omar lo conocí en la capital. Yo procuraba ir a visitarlo lo más posible (la mayoría de veces, sin el consentimiento de mi padre, que enviaba a sus cuatreros a buscarme). Fue Omar quien en verdad me abrió los ojos; me mostró que estaba bien ser quién yo era.

La verdad es que a mí Omar me daba envidia, pues a él no le había tocado el ingrato destino de vivir entre vacas, y además era refinado y hablaba con todos y a todos caía bien y salía a bailar todas las noches y sus papás lo querían y estudiaba arquitectura y todo le interesaba y le gustaba a hombres y mujeres por igual y siempre andaba en actividades artísticas y no tenía miedo de nada, y sonreía.

Omar se fue antes que yo a Nueva York, naturalmente. De Nueva York me llamaba, insistía en que me fuera yo también. Veinticinco veces llamó, y veinticinco veces le dije que lo pensaría. A la vigésima sexta vez lo pensé, por fin. Resolví hacerlo. Compré el ticket; saqué la visa; me fui. Eventualmente, arreglé incluso mi situación domiciliaria. Tuve suerte. ¿Por qué a otros les ha tocado lo más ingrato y a mí, en cambio, me tocó no esperar? El azar y el destino fornican absurdamente. Lo sé, Katharine, es terrible. Pienso en todos esos niños, apagándose en furgonetas desvencijadas; mujeres violadas en la sed del desierto; hombres bajados a tiros por otros menos hombres que ellos… La frontera iguala a los vivos y a los muertos. Pero eso, Katharine, a lo mejor ya lo sabes.

Así que me despedí de todos mis novios (aún en Guatemala es posible tenerlos). Hice tremenda fiesta en el apartamento de uno de ellos, y para todos bailé, y esta vez la caña fue dulce, dulcísima, una orgía de miel y de cenizas.

Difícil me resultó despedirme de mi abuela, en cambio. Ay qué angustioso purgatorio. Adela lloraba, pobrecita. Hasta que se calmó, por fin, y me dio su bendición.

A mis padres ni adiós les dije.

En el avión iba yo todo espeso por dentro, sin creérmelo, por fin en libertad, triste y glorioso.

A lo mejor así te sentiste, Katharine, cuando ganaste tu primer Oscar.

Katharine, te ves más bella que nunca –pómulos, mirada, el cigarrillo infamante, la voz ronca, ostentosa, todo te hace justicia.

Aterricé en el aeropuerto John F. Kennedy, y no me costó nada asimilar el frío lancinante que me buscaba los huesos, mientras esperaba el taxi, a los pies de la ciudad poderosa y ciega.

Al fin iría a Broadway. No acaso al mismo Broadway que tú viste, pero sí, a Broadway.

En Nueva York pude expresar plenamente mi verdadera identidad sexual. Nosotros, los homosexuales, somos portadores de lo más elevado de la raza, esto es: lo no multiplicable de la raza. En nosotros hay sedas violentas y merecidas traiciones. A trasluz hemos visto esos secretos extravagantes de la humanidad.

¿Enfermedades venéreas? ¡Dios santo, Katharine, en mi vida…! ¿No te he dicho ya que tengo un ángel de la guarda que me quiere mucho? Ya sé, ya sé, tu padre, el urólogo… Para tu información, Katharine, mis parejas me han resultado todas muy limpias…

Que les gusta coger es otra cosa. Con Mark tuve un encuentro muy distinguido en el sofá, la otra noche. Parece poca cosa, su verguita, pero erguida… Y no para, se mueve y se mueve, Mark.

¿Qué hay del Barcelonés? Es como si tuviera en sus manos miles de millones de tentáculos microscópicos. Te hace venir sólo con tocarte. Todos quieren acostarse con el Barcelonés. Incluso aquellos con novio, ji ji. ¡Perras adúlteras! ¡El Barcelonés sabe cómo dar una mamada!

Apenas la semana pasada, nos vimos con Jerome, un gringuito rico que conocí en la sala de espera del médico de las alergias. ¡Imagínate eso nomás, Kate! (¿No te importa que te diga Kate, o sí?) Yo tenía un appointment a las cuatro, pero llegué antes, como a las tres, y estando aburrido, decidí hablar con Jerome, a quien todavía yo no conocía; y también estaba esperando… y resultó ser gay. Luego fuimos a tomar manhattans a un lugar que él conocía, y ya sabes.

Jerome es tímido y educado y noble ¡un dulce! Me gustan los hombres tímidos y educados, ji ji. Aunque también me gustan cuando toman el control. Como cuando el Mark se pone salvaje. Le encanta el pornotube. Lo vuelve loquito. Creo que está un poco zafado de la cabeza. Le gusta designar las posiciones más extrañas. Se le pone dura, dura. Ooh, ohh, Mark, chillo. You like it, don´t you, bitch?, me dice él. Estar con Mark es como regresar a la prehistoria. Te va a maltratar, ese muchacho. Te va a meter toda suerte de objetos degenerados por el ano (con gusto me metería él una de tus cuatro estatuillas doradas).

Oh yeah, para mí venir a Nueva York significó conocer el misterio del Ano. El Ano Arquetípico que encarna en múltiples anos de todos colores y texturas.

Well, entre cogida y cogida, un día recibí un mail de que mi abuela había muerto. Entonces descubrí una vez más que en el Ano no todo era por fuerza placer y fortuna: también habían dimensiones oscuras, realidades infernales, lóbregas visiones demoníacas.

Tú sabes lo que es perder a alguien querido: tú perdiste a tu hermano, y a tu amado Spencer Tracey… Wait, déjame ver si aún hay más vodka.

Pues bien, mi abuela murió en la carretera, viniendo de la capital. Mi abuela –te dije– era muy independiente. A pesar de la edad, se subía en los buses extraurbanos, como si nada. El chofer del bus decidió rebasar en una mala curva; venía un tráiler; el golpe fue cósmico. Murió unos días luego, en el hospital. She was in bad shape, you know…

¿Howard, qué Howard? ¡Oh, Howard Hughes! ¿En Beverly Hills? Oh yeah, I´ve heard that. Terrible crash. He was a good friend of yours, right?

Otro vodka. Voy por otro vodka.

Estoy de vuelta. El mail que me informaba de la muerte de mi abuela era de mi padre. Estaba escrito con el tonito solemne que acostumbra.

Me hubiera gustado acompañar a mi abuela, en el hospital, agarrarle la mano, maybe decirle cosas tiernas, recordarle lo bueno que había sido conmigo. Y ahora sólo me queda imaginarla, al lado de mis horribles padres, rostro cadavérico y palidez obscena, y todas esas suturas…

Awful…

Kate, me hubiera encantado que alguien hubiera hecho una película sobre mi abuela y que tú actuaras en ella.

Hubiera sido, sí, muy importante para mí acudir a su entierro, llevarle una postal del Brooklin Bridge, colocarla sobre su ataúd. Ay, qué visiones más oscuras me amenazan, por no haber estado allí. Pero mi padre made it pretty fucking clear that he didn´t want me there. Tan cordial como siempre, mi padre. Y ahora me arrepiento una y otra vez. Hubiera ido, siquiera por chingarle la vida, a él, y la bruja de su esposa. Pero estas recriminaciones van a dar todas al mismo lugar vacío en el espejo…

Se puede decir que después de la muerte de mi abuela, mi vida en los clubes de Nueva York se volvió casi legendaria, ji ji. Mi gemelo nocturno decidió tomar el control, ji ji.

I suppose I was angry. Estaba enojado. Enojado contra el grado prodigioso de imbecilidad de mis padres. Entonces me metí de lleno en el Ano. Hasta el fondo. En sus mares ardientes. Mi culo ilustrado se volvió un culo vulgar. Ya sabes, meth freaks, esa clase de fauna.

Muerta mi abuela, Omar era el único amigo que me quedaba. Omar siempre permaneció a mi lado, always. He´s one fucking brave queer who likes to party, and just won´t say no; he sleeps for an hour, and then goes to work… And his work is pretty serious, sabes? Trabaja para un arquitecto y todo. We had pretty good laughs. Un día nos metimos en este baño de un club –habíamos conseguido unas e pills. ¡Pero la mía se cayó in the fucking toilet! El inodoro estaba todo sucio, piss and shit all over it. Y Omar me dice: I dare you bitch. Y allí estoy yo metiendo la mano en el inodoro, para encontrar la maldita píldora… Y la encontré. Esa noche vimos el Ano en todo su esplendor.

Muy de vez en cuando, extrañaba a mi abuela, y a veces, escuchando hablar a dos hispanos equis en el metro, me daba por pensar en las vacas.

En New York, es dable hallar orgías homosexuales todas las semanas, y volverse, de hecho, aficionado a ellas. Siempre hay almas nobles dispuestas a organizar estos encuentros salvajes en locales vacíos, que son acondicionados con buen gusto, convertidos por una sola noche en ambientes frenéticos y eróticos. A la entrada, te entregan un antifaz, y a partir de allí se vale de todo, con quien sea: todos esos escrotos anónimos, calientes, tuyos de pronto, y de todos también.

Hasta que un día, olvidé completamente a mi abuela –y a las Vacas.

¿Te he dicho ya, Kate, que mi amigo Omar trabajaba con un arquitecto? Ocurre que un día me llama Omar para contarme –get this– que habían contratado a su jefe para hacer unas remodelaciones, para la casa de una actriz famosa, muerta ya.

–¿Sabes de quién estoy hablando? –me preguntó Omar.

I´ve no idea –le respondí.

–¡Katharine fucking Hepburn!

Oh my God. Así es. Tu casa, Kate. Naturalmente, no la casa de Connecticut; me refiero a la de Manhattan.

–¿Y sabes qué? –repreguntó Omar.

What? –repliqué.

–Tengo las llaves.

Así que decidimos hacer una pequeña reunión nocturna a escondidas del jefe de Omar, en tu casa, Kate.

Allí estábamos: Omar y su novio, Allan, yo y el Barcelonés, enfrente de tu casa de 49th street, emocionadísimos.

Omar ingresó la clave de seguridad para que no sonara la alarma; entramos.

So this is how the other half lives –dijo Allan.

–Tiene varios pisos –dijo Omar.

Y agregó:

–La renovación costará medio millón de dólares.

Omar nos llevó primero al sótano, el lugar en dónde habías, Kate, puesto una cava de vinos.

Luego nos fue mostrando las habitaciones. Materiales de construcción en todas partes –los trabajos de remodelación no habían terminado.

¿Cuántas veces utilizaste tú misma esas escaleras que nosotros subíamos por primera vez aquella noche, riendo fuertemente? Un juego de sombras se impregnaba tétricamente, cinematográficamente, contra las paredes.

Omar y Allan se besaban, mientras yo inspeccionaba las chimeneas, el piso de madera, las ventanas, la suntuosísima tina.

Seguidamente Omar nos mostró el espejo del tocador, o más correctamente sería decir los espejos del tocador, pues eran muchos, que ofrecían un conjunto segmentado, que multiplicaba y dividía mi imagen por mil.

The original mirrors –afirmó Omar.

Una preciosura.

Al fin, subimos por la breve escalerilla de techo, y nos encontramos con la noche tibia de Manhattan, y una vista espectacular. Los edificios ya habían olvidado todo de los atentados…

¿En dónde estabas, Kate, cuando ello ocurrió: los atentandos? ¿Susurrando, acaso, con tu voz profunda, canciones de cuna a los fantasmas de polvo?

La vida es injusta, en verdad. Injusta, irónica. ¿Sabías que el hombre que me hizo marica no era marica él mismo? No. Era mi padre. El vaquero. ¿Y sabes qué? Me gustó.

A lo mejor no debería contarte las cosas que hicimos en el techo de tu casa: Omar y Allan y yo y el Barcelonés. Pero estoy borracho, y me viene en gana. Fornicamos. Los cuatro. Nos metimos las duras vergas en los culos, fumando y tomando pastillas de todos los colores. La luna, incómoda, pudorosa, se escondía entre los edificios, de vernos. Gemíamos como retrasados mentales. Oh dear… Qué cogida, qué polvo.

Entonces a alguien se le ocurrió –creo que a Ron se le ocurrió– hacer una sesión de espiritismo para invocar el espíritu de la gran Katharine Hepburn.

Pronto estábamos todos en uno de los cuartos, tomados de la mano. Ron hablando solemnemente, ni recuerdo sus palabras exactas, salvo cuando preguntó, como en las películas:

–Kate… ¿estás allí?

En ese momento empecé a sentirme realmente mal: ganas terribles de vomitar… Tuve incluso que salir del cuarto. Los demás estaban demasiado drogados y borrachos para percartarse de mi estado.

Vomité, en efecto. (En tu adorable tina. ¿Me perdonarás, no, Kate?) Temblando un poco, pero más tranquilo, me dirigí al tocador. Me observé en el espejo (en los espejos) con desdén. Pálido, maltratado, lloré como un crío, con la cara entre las manos.

Luego de haber llorado un rato, me vi en el espejo de nuevo: sorpresa, asombro, sobresalto: no era mi rostro el que se reflejaba allí, sino el rostro de una mujer. Grité, pensando acaso que el fantasma de Katharine Hepburn –¡tú, tú, tú!– se había hecho presente. Pero se trataba de alguien más. En el espejo estaba la viva figura de mi abuela Adelita, pidiéndome, qué digo, rogándome, que volviera a Guatemala y la fuera a ver al hospital, mutilada mil veces por su horrible catástrofe en la carretera.

Salí corriendo del cuarto… Me caí por las escaleras… Perdí el conocimiento…

Eso fue hace unas semanas…

Sólo a ti te he contado esto, Kate. Ni a Omar siquiera… Para eso te invité hoy por la noche… Otro vodka, necesito otro vodka…
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