Desde que
compré este apartamento, mis días y mis noches han sido de permanente
bienestar.
Se puede decir que estoy en un buen
momento de mi vida.
Como soy soltero, y como me gustan
las mujeres, el teléfono no para de sonar.
Son ellas –mis amigas.
A veces las trato como un caballero;
a veces con cierta brusquedad.
Y parece que les gusta.
No me tomo la molestia de
devolverles las llamadas.
Por las
tardes, veo tiernos atardeceres urbanos: rodajas rojizas de cielo derritiéndose
en una sinfonía suprema.
Inclusive
me ha dado por la meditación: en unos años, llegaré a algo muy parecido a la
transparencia.
Pero
luego comienza la remodelación: el vecino de arriba. Un ruido indescifrable.
Y en efecto: están botando paredes.
El martilleo es como violento.
Me estoy poniendo violento, yo
también.
Ya pensando si conviene sacar a la
Janis, mi adorable pistola, y somatarle la puerta al verga del vecino.
Esta bulla amarilla continúa con el
pasar de los días.
Mis nervios están enfermos de tanto
ruido: hojas de un árbol: tiemblan.
Ya no puedo ni meditar en tales
condiciones.
Temo que no podré controlar por
mucho tiempo esta ira.
Bajo a Administración.
La Administradora del edificio me
recibe, con sonrisilla devota.
Yo por supuesto no caigo en la trampa.
No necesito sonrisillas devotas. Necesito que me arreglen este asunto, ya.
Inquiero.
Y ella, la Administradora, dice que
le informan que el ruido tardará todavía varias semanas.
Está
claro que hay que huir.
¿A dónde?
¡Pues al lago!
Yo solía vivir en el lago. Cuántos
atardeceres allí también. El sol flameaba en la última tarde, y luego se iba a
saber dónde. Yo siempre acompañado.
Busco hoteles en internet. Hay uno
que de inmediato me llama la atención. Se llama: Jaguar.
Tiene buenas reseñas.
Justo a la orilla del lago.
En la mañana, te llevan el desayuno
a una hermosa villa blanca, puesta sobre el fondo vegetal de la montaña.
Llamo pues a Hotel Jaguar, ya más
contento de golpe.
Pido una suite para una persona.
Y ella –la chica que me ha
respondido– me dice que me van a dar –por el mismo precio– una suite familiar.
Los dioses del lago siempre a mi
lado.
Reservo para cuatro noches, y
procedo a empacar. Pongo mi iPod en la maleta: buena música, muchas
audiomeditaciones. Me llevo a la Janis. ¡Nunca se sabe! Salgo a comprar víveres
al súper, puesto que la villa tiene cocina.
Para
entrar al hotel se precisa descender por una bajada escarpada, que se quiebra
entre las vegetaciones de la montaña. No debe haber sido fácil construir
semejante proyecto en semejante ladera.
Parqueo el carro; no hay nadie allí
para recibirme. Así que aprovecho para conocer el lugar, antes de registrarme
en el desktop. Caminillos fluctuantes me llevan entre árboles satinados de
vagos rumores. Desciendo hasta abajo, hasta la ribera misma del lago. El nivel
del agua está particularmente alto, se nota. Tanto que se ha tragado algunos
muelles, según alcanzo a ver. A saber qué cosas yacen debajo del agua: quizá
trenes, quizá rascacielos. Donde el agua impacta la orilla se escucha un plop plop sedante.
Durante mi recorrido no he podido
ver a nadie hospedado. Es como si las villas estuviesen todas vacías. Solo unos
pájaros –son unas charas, que bien podrían ser cuervos, si quisiéramos hacer de
esto una película, salvo que en estas latitudes no hay cuervos– establecen una
algarabía innecesaria, al verme.
Decido ir a recepción, para reclamar
mi villa. Me atiende una chica que cuando me ve tiene la reacción de alguien
que no quiere ser interrumpido y es interrumpido (pero no la estoy
interrumpiendo, puesto que ella no está haciendo nada). Su voz es
alarmantemente afresada. De inmediato la catalogo como una entidad psicorrígida
y encadenada. Me lleva a mi suite, me presenta sumariamente el espacio, me da
las llaves. Por un momento considero invitarla a que me presente la cama más de
cerca, pero se me ocurre que no es de la clase de mujeres que aprecian
semejantes invitaciones. Luego me pregunta a qué hora quiere que me vengan a
hacer el desayuno. Le digo que a las nueve, por decirle cualquier cosa. Se va.
La suite es espléndida, vamos: una
casita de tres pisos que da directo al fotograma lacustre más espectacular que
uno puede soñar.
Los tres pisos son unidos por una
escalera en caracol. El primero tiene un cuarto con su respectivo baño. En el
segundo encontraremos comedor, cocina, baño, sala (¡con chimenea!) y una
terraza rodeada de árboles desde donde se mira toda la extensión espejeante
del lago. Esta terraza cuenta con su propio comedor, y una suerte de lecho
delicioso que ya tengo planeado usar para meditar. El último piso es un
mezzanine: allí hay cama, una pantalla plana de dimensiones juguetonas, y luego
el baño enorme con su enorme tina.
Tengo
hambre. Compruebo que la hora de almuerzo se ha pasado por mucho, así que
decido cocinarme una pasta directa, y para mientras recuerdo a aquella chica
que me enseñó a cocinarla.
Luego subo a la cama de arriba, a
descansar. El mezzanine fue construido de tal manera que está ubicado al nivel
de un gran ventanal que nos muestra los volcanes y el lago. El sol de la tarde
reverbera sobre el mismo. Este espectáculo no tiene rival. Protegido por tanta
belleza, me quedo dormido.
En algún momento de mi siesta, suena
el celular. Casi sin consciencia, contesto; es mi madre. Medio hablo con ella.
Prometo llamarla luego. Vuelvo al sueño.
Cuando
despierto es ya de noche. Me cuesta un poco reconocer en dónde estoy. Las
sienes me palpitan. No puedo levantarme del todo: como si mis piernas fueran de
alfalfa. Así que me quedo otro
rato en cama... Pero luego algo me inquieta… No sé qué es... Algo que no me
gusta del todo… Algo presente en la atmósfera de la casa... Tengo esta
sensación... Como si una persona estuviese dentro de la villa...
Entonces sí que me levanto. Voy a
buscar a Janis a la caja de seguridad, y salgo a inspeccionar. Bajo por la
escalera en caracol, y en efecto allí hay alguien, en la terraza. Levanto la
pistola, impreco.
No es alguien: es un perro.
¡Un perro!
En efecto, he dejado la puerta
corrediza abierta, y por allí ha entrado.
Por si las dudas, reviso el resto de
la villa: nada fuera de lugar.
El perro es un bello perro sin raza:
un chucho de la calle (aunque luego me entero de que no es de la calle, es del
hotel).
Adoro los perros. No sé si lo he
dicho ya antes. Y más aún esta clase de perros, sin pedigrí o sangre azul.
Estos perros ordinarios.
Acaricio a mi visitante, y le doy
algo, una galleta. El perro se echa en la sala, y yo lo dejo estar.
Vuelvo a la cama. ¿Qué hacer? Podría
ir al pueblo. Pero la verdad es que no tengo ganas de ir al pueblo. Más bien
tengo ganas de salir a caminar en los senderillos del hotel.
El perro
ha decidido acompañarme, en mi vuelta nocturna. La noche enguanta los árboles,
que hunden sus raíces en esa otra noche que es la tierra. Hay un rumor de insectos
nocturnos. Ante esta oscuridad preñada solo cabe rendirse. El perro corre
alegremente de aquí a allá, y viceversa. Los olores de las flores son casi
excesivos.
Llego hasta la orilla del lago. A lo
lejos hay luces de un pueblo que está al otro lado, pequeños diamantes
titilantes. Los volcanes majestuosos son masas presentidas.
Me quedo un rato allí, sentado. Uno
de esos instantes-eternidad. Sin quererlo, pienso en mi padre muerto. Luego
pienso en la chica del desktop. La imagino más libre y más desnuda de lo que
realmente es. Tantas mujeres en el mundo, que no he probado: mujeres
australianas, bolivianas o bengalíes, todas esperándome, lúbricas, llenas de
estaciones calientes. El perro permanece a mi lado, sumiso.
Y de
pronto la misma sensación de antes: sensación de que hay alguien en la sombra,
peligrosamente cerca. No he traído conmigo a la Janis. Busco con los ojos una
piedra cercana, por si las dudas. Y volteo.
Y allí hay un hombre. Un hombre sin
brazo. No parece peligroso: por el contrario, sonríe, abiertamente. Está claro
que no quiere hacerme daño.
El indígena se presenta: se llama
Antonio. Explica que es el guardián encargado de patrullar la propiedad del
hotel en noche. Me ofrece su número de celular, y me dice que lo puedo llamar
si necesito cualquier cosa.
Hablamos un momento. Antonio me hace
preguntas tenues, combinándolas con pequeñas carcajadas. De vez en cuando echa
un vistazo al oscuro lago sombrío. El perro ocupa un espacio cúbico entre
nosotros.
Yo también hago preguntas a Antonio.
Por ejemplo le pregunto el nombre del perro; me responde que el perro se llama
Jaguar.
–¡Como el hotel! —exclamo.
Luego inquiero algo más delicado:
cómo perdió el brazo.
Me dice que lo perdió en un
accidente, estando borracho, hace dos años.
Hacia arriba, millas infinitas de
oscuridad nos unen con las estrellas.
–¿Se siente usted triste por haberlo
perdido?
La pregunta parece estúpida, pero la
verdad viene de un lugar sincero.
–No –contesta, luego de pensarlo un
poco—. Yo tuve que perderlo para que alguien más no lo perdiera.
Su respuesta me resulta
desconcertante.
Pero Antonio no me permite
investigar más allá, corta el hilo de la conversación, y me propone hacerme un
fuego en la chimenea de la suite. Y por supuesto consiento: no suena nada mal
la perspectiva tomar una tina, y luego ir a recibir el calor puro de una
fogata.
Así que subimos de nuevo a la villa,
por la red de caminitos.
Entramos ambos a la residencia.
Antonio se pone de inmediato a prender la hoguera, con enorme y técnica pericia,
pese a faltarle una extremidad. Pronto la pira está en plena eflorescencia.
Jaguar –el perro– se ha echado en la alfombra y dudo que tenga contemplado
moverse de allí.
Le entrego a Antonio alguna propina
y después voy a prepararme esa tina. Mientras miro el techo, sumergido en el
agua cristalina, celebro estar lejos de aquel martilleo infernal de mi
apartamento. Cualquier cólera que yo tenía en mi ser se ha disuelto.
Me establezco en el sofá, en
perfecta comodidad, con un whisky del minibar. Hundo mi atención en la
chimenea, me convierto progresivamente en su mejor amigo. Jaguar el perro me
mira dos o tres veces, luego cierra los ojos. Pronto estoy soñando yo también.
Al
siguiente día, me levanto temprano. Jaguar el perro mueve la cola. Le ofrezco
algo de comer.
A las nueve toca alguien la puerta
corrediza de vidrio: es Margarita. Ella es la encargada de hacerme el desayuno.
En este caso el desayuno consiste en
abundante fruta y granola. Lo tomo en la terraza. Margarita se retira,
discretamente.
Desde aquí, alcanzo a ver el lago en
todo su esplendor. Es un altar de agua. Decido meditar un rato, al sonido de
alguna audiomeditación que encuentro en mi iPod. Una brisa deliciosa e
invisible me roza el rostro.
Bajo al lago; no hay nadie; al
parecer soy el único huésped en las villas. Un ala invisible va creando ligeras
ondas acuáticas. Me asoleo en el muelle flotante. Rezumo alegría. Cada cierto
tiempo me baño en el agua fría y morada, como de fruta de saúco. Juglares en
fuego me esperan en el fondo del lago, al sonido del fuelle de algún acordeón.
Así me quedo un buen rato,
alternando sol y agua.
En la orilla está el perro Jaguar,
esperándome. Decido ir a jugar con él un rato. Le tiro un palo, que él va
diligentemente a recoger. El perro Jaguar es mi nuevo amigo. Le he tomado mucho
cariño, y se nota que él me ha tomado mucho cariño a mí. Es bueno estar
descalzo sobre la grama mullida, recibiendo el poder infinito de la tierra a
través de las plantas de los pies. Los árboles plantan sus raíces en la tierra
y la tierra planta sus raíces en nosotros.
He
decidido ir a almorzar al pueblo. Voy a una pizzería muy famosa que solía
frecuentar cuando vivía en el lago. Como, bebo algunas cervezas. Me siento
fuerte, indestructible, de pura roca.
Camino por la avenida principal del
pueblo, sin agenda particular ni divisa concreta. Simplemente me limito a
contemplar a las mujeres locales y extranjeras: fosforescen.
Al final de la avenida, hay un café,
con vista al lago. Y es allí en donde me tomo otras cervezas, digamos.
El tiempo pasa; atardece. Un
atardecer que adquiere tonalidades dramáticas, para regocijo de los turistas.
Por cierto que empiezan a llegar más y más de ellos, y yo decido migrar a otro
sitio.
En un restaurante, hay un gringo que
se vale de una vieja canción de Bob Dylan para epatar a su público. Decido
sentarme a escucharlo. No suelo tomar tanto, pero no sé si ya he dicho que me
siento demoledor, de piedra. Así que las cervezas siguen llegando a mí. A estas
alturas, me cuesta un poco aplicar la atención.
Me desplazo a un bar cercano. Una
gringa de senos visibles me mira, lúbricamente. Estarán llenos de leche sexual.
Pido otra cerveza. Me acerco a ella. Resulta que es canadiense. Es blanca y es
canadiense. Yo soy más bien mestizo, y muy directo. La invito a la villa,
mañana. Quedamos en que la pasaré buscando a su hotel. Luego nos despedimos.
Cuando salgo del bar, la noche es ya
muy tangible. Me cuesta un poco recordar dónde he dejado el carro parqueado.
Hasta que lo encuentro. Manejo entre las calles del pueblo, evitando bicicletas
kamikazes, mototaxis temerarios, paseantes suicidas. Casi atropello a un perro,
pero consigo circunvalarlo, para mi alivio.
Ya estoy
de vuelta en la villa. En el parqueo del hotel hay otro carro; seguramente
otros huéspedes han llegado. Al bajarme de la camioneta, me recibe Jaguar el
perro, con la lengua de fuera. Me da una alegría infinita saberlo allí, vivo,
con ese vaho canino de alegría.
En efecto, compruebo que hay nuevos
inquilinos, en una villa no muy lejana de la mía. Su música y sus risas
apuñalan la paz del hotel. Una lástima.
Sigo caminando en dirección a mi
propia residencia, con cuidado de no romperme el hocico en las escaleras de
piedra.
Más tarde iré otra vez a la orilla
del lago, a contemplar el cielo, la pizarra cósmica.
Me encuentro al manco Antonio en el
camino. Me recomienda que use el jacuzzi. Me asegura que ahora mismo no hay
nadie. Y dice que puede prepararlo para mí, si yo lo deseo, lo cual de hecho me
parece una magnífica idea.
Voy a ponerme el traje de bajo. Y
luego bajo al jacuzzi, que es como champán hirviendo. Me hundo en las aguas
empañadas, respirando el olor exuberante de las flores circundantes.
Y así me quedo un buen rato. No
estaría mal que me acompañara aquella canadiense que conocí en el bar... Quizá
mañana...
Y
entonces pasa que muevo el brazo no sé cómo, y siento que algo me pica, me ha
punzado, es un ardor rápido y evidente. Inmediatamente busco cuál insecto me ha
dado el pinchazo y en efecto, allí hay un alacrán moviéndose,
parsimoniosamente. No lo mato: sencillamente lo aviento, lejos del jacuzzi.
Me pregunto si esto me traerá
fiebre. Opto por subir a la suite. Me tomo una ligera ducha. Busco los cerillos
para prender la chimenea, pero no los encuentro por ningún lado. Decido mejor
ir a recostarme. ¿En dónde estará Jaguar el perro, el perro Jaguar?
Me
acuesto, cargado de un oscuro presentimiento. Decido llamar a mi madre. No me
contesta. De todas maneras, se hubiera preocupado mucho con eso del alacrán.
Luego duermo.
Como a la una de la mañana
despierto, con ganas de vomitar. Como puedo, llego al baño; arrojo.
Regreso a la cama; tengo el tacto
como dormido, y además una fiebre intensa me recorre la totalidad del cuerpo.
En el delirio de la temperatura,
toda clase de imágenes asaltan mi mente. Fragmentos de pesadillas. En mi
desvarío, imagino que me están cortando un brazo: el derecho. El dolor,
espantoso. Finalmente, me quedo dormido.
Cuando
abro nuevamente los ojos, por la mañana, todo el cuerpo me duele, y la náusea,
aunque menor, persiste.
Al menos tengo mi brazo intacto. Y
obviamente no estoy muerto por el piquete del bicho. Pero parece que mis
vacaciones se han cortado. Lo mejor será volver a casa.
Así que empaco como puedo, y luego
bajo por las escalerillas de piedra al desktop. Le digo a la chica psicorrígida
que me voy antes de lo anticipado. Cuando me pregunta por qué, le relato el
episodio del alacrán.
–Eso es muy extraño –dice.
Sin tomar tampoco demasiado interés,
le pregunto por qué.
–No sé si usted conoció a nuestro
perro, Jaguar. ¿Sí? Bueno pues resulta que Antonio nos trajo unas noticias
lamentables esta mañana. Jaguar murió en el transcurso de la noche.
Por supuesto, la noticia me descompone.
–En efecto –continúa ella–. De
acuerdo con Antonio, a él también le picó un alacrán. Pero, a diferencia de
usted, el perro perdió la vida.
Pago la cuenta, en automático.
Luego bajo a la orilla del lago. La
náusea vuelve a intensificarse. Me siento sobre una gran piedra. El sol empieza
a pegar sobre la resina de los árboles.
Así me quedo una media hora. No sé
si es por la serenidad misma del lago, pero poco a poco empiezo a sentirme
mejor. Y luego recuerdo a la canadiense. Quizá después de todo no es buena idea
volver todavía a la ciudad. Ya convencido, camino otra vez en dirección al
desktop: tendré que decirle a la chica psicorrígida que he cambiado de parecer.