DL

A Olly



El policía me revisó bruscamente, luego me dejó pasar con un gesto y un lacónico “adelante”.

“Gracias”, repuse, pero viéndolo bien, no debí decirle nada, puesto que era su deber dejarme pasar. Esta sumisión me caracteriza, y me ha caracterizado, siempre.

Me he batido a golpes en la calle con tipos seriamente peligrosos, he desafiado a necios en cantinas de malamuerte, enfrentado a maridos airados y sicóticos: no entiendo por qué, a estas alturas de la vida, todavía muestro este grado de acatamiento, esta excesiva docilidad ante un simple policía.

O más bien sí lo sé. Es por mi padre.

Mi padre nunca pudo ser militar, pero quiso serlo toda la vida. Mi padre tenía un respeto inconmensurable por los militares, por los policías, por cualquier persona vagamente uniformada. Como yo siempre tuve miedo de mi padre, y le temo aún, a veces, aunque está muerto ya, entonces también le tengo temor de vez en cuando a los militares, a los policías, incluso a los bomberos. 

En todo caso, su trabajo, estoy hablando del trabajo del policía, me pareció en ese momento de lo más risible, de lo más festivo: revisar budistas, en busca de armas.

Me vi sumergido en la muchedumbre que se hacinaba en el lobby, buscando su camino hacia las escaleras. ¿En verdad son budistas todas estas personas?, dudé muy pronto. Unos y otros lanzaban saludos largos y aparatosos, se reconocían, se corroboraban mutuamente. Más parecía esto una de esas cenas de gala en donde todos se pavonean con cierta excepcional felicidad.

Subí, mal que bien, por la ancha escalera, esquivando a los demás sin demasiada suerte. La escalera era ancha, pero la gente formaba un solo cuerpo grueso y lento. Se me ocurrió que estaba siendo digerido por una oruga entumecida, perfumada, y sudorosa. Lo único que deseaba era no encontrarme con nadie conocido. Estaba muy nervioso para sostener cualquier tipo de encuentro. Por fortuna, logré pasar desapercibido, y en eso contribuyó, acaso, mi semblante pálido, insignificante, circunspecto.

Arriba, en el segundo piso, los invitados se apretaban en filas inexactas y murmurantes: un ruido, una bazofia auditiva, por encima de las cabezas. Finalmente logré entrar a la sala.



Primera verdad noble: el sufrimiento


Los asientos estaban numerados. No me resultó difícil hallar el mío.

Mientras empezaba el evento, me dediqué a observar a mi alrededor, y mi alrededor no era sino un valle de conversaciones, retazos de palabras, labios gesticulantes. Todos decían algo en esa maldita sala: por lo visto todos tenían algo que decir. ¿Por qué a mí nunca se me ocurría nada qué decir cuando estaba con alguien más? Posiblemente por culpa de mi padre, que siempre me callaba cuando yo hablaba en la mesa.

Cruel demencia de palabras rodeándome como un zumbido gigantesco. Me hubiera gustado en ese momento colocar ese ruido innecesario sobre un patíbulo, y dejarle caer encima, misteriosa, la guillotina del silencio.



Segunda verdad noble: la causa del sufrimiento


De pronto, todos callaron, como si mi ensueño de la guillotina se hubiese hecho realidad. Pero no era mi fantasía o deseo lo que había causado este mutismo: su Santidad, Tenzin Gyatso, el XIV Dalai Lama del Tíbet, había ingresado a la sala, y las charlas cesaron, y el público se levantó respetuosamente, y los rostros estaban, me parece, ávidos de asombro.

Yo también me levanté, por inercia. No sabía muy bien qué pasaba. Luego me senté, aunque tardé un poco en comprender que el Dalai Lama ya estaba, de hecho, hablando; que un traductor, sentado a su diestra, ya estaba traduciendo sus palabras; que ya el público estaba buscando en ellas, de hecho, un significado y un sentido que yo no alcanzaba a percibir (y el monje las pronunciaba sin desdén, cancelando con su aliento tibio el rigor de la solemnidad, lanzando incluso bromas eventuales, como un cantante de salón). Tardé un poco, sí, en darle un orden al momento, pero, aún sin entender, me sentí de inmediato a gusto, de inmediato preferí la voz sonora y única del Dalai Lama (o la voz discreta del traductor) al murmullo imperdonable de hace unos momentos.

Las cámaras de la Prensa capturaban en todo su esplendor al Dalai Lama, atendían con atención los pliegues de su vestido vivo y rojizo, su cráneo liso y franco, sus manos enfatizando cálidamente algún argumento, el tambaleo sereno de su torso.

El público podía o no ser budista en su totalidad, pero ciertamente estaba hipnotizado. No tengo idea si el público acudió a esa cita por genuina fe o llano morbo, pero seguía en todo caso las explicaciones del tibetano como una adúltera culpable sigue las indicaciones de su esposo, luego de haber sido sorprendida en pecado: sin reservas, sin discriminar, implorante, agradecida. Había que estar allí para advertir el brillo en los ojos de las señoras, tan vestidas; seguramente el guardaespaldas las estaba esperando abajo, en el vestíbulo, pero ellas no pensaban, por fin, en eso, sino de veras estaban embebidas por la serena conferencia. El grueso de la audiencia estaba compuesto por mujeres, algunas, lo diré de una vez, muy guapas, unas vestidas con atuendos propios del budismo, otras con un vago semblante lésbico, y otras se hacían acompañar por sus pequeños hijos, ellos sí aburridos y bostezando. Talvez lo único que deseaban estos niños era jugar en los corredores del hotel, pero como se sabe: el deseo es la causa del sufrimiento.



Tercera verdad noble: la cesación del sufrimiento


Según fue avanzando el Dalai Lama en su explicación, perdí el interés por todo lo que me rodeaba, las cámaras de prensa, las lámparas grandes y ocres que colgaban del techo, el aire acondicionado, los monjes rapados con su traje rojo y amarillo, las toses, los eventuales carraspeos, la expectación, mi vecina y su perfume obcecado, incluso esa forma más bien divertida que tenía su Santidad de rascarse el antebrazo. Y entonces, en ese momento, fue que la vi. En efecto, era ella: era Myrna Mack.



Cuarta verdad noble: el sendero


No, me dije: no es posible. ¿Acaso estoy alucinando, acaso se trata de una ofuscación, una dolosa imagen, una trampa de la mente? Tuve que sujetarme a mi asiento. ¿Talvez la estoy confundiendo con alguien más, con su hermana posiblemente? Pero no, su hermana no, de eso estaba seguro: yo conocía bien a su hermana: una mujer famosa, que aparecía siempre en fotografías, en los noticieros. Su rostro me era harto familiar. Y además, el rostro de Myrna también me era familiar: esto no lo cuento con frecuencia (para qué recordar lo que nos duele) pero lo diré ahora, qué más da: Myrna y yo nos conocimos. Fue un noviazgo íntimo, casi secreto. Prácticamente nadie supo de esta relación. Pero fueron dos meses maravillosos. En ese tiempo ella trabajaba con desplazados de la guerra, y yo (pero eso ya no tiene importancia) colaboré con ella, estrechamente. Yo también trabajaba con refugiados. Supongo que era una forma de rebelarme contra todo aquello que mi padre representaba. Y mi padre me gritaba: “Estás trabajando con comunistas, te debería delatar con mis amigos, para que te peguen una vergueada. Una vergüenza para esta familia, eso es lo que sos”. Sus amigos eran sus amigos militares, por supuesto. Y entre más mi padre gritaba, más yo me comprometía con mi trabajo. Dejé de trabajar con refugiados el día que mataron a Myrna. Entonces me di cuenta que nada de eso –la lucha, la obstinación– tenía sentido. Me di cuenta que sólo estaba trabajando con desplazados porque mi padre nunca me había querido. Porque yo mismo era un desplazado. Me comencé a interesar en otras cosas; me comencé a interesar en el budismo. No es que me relacionara con otros budistas, no es que acudiera a un centro budista. Simplemente empecé a leer un montón de cosas sobre Buda y el dharma.

Mi padre se puso muy contento cuando mataron a Myrna. “Qué bueno que mataron a esa guerrillera, a esa buscapleitos”, me dijo, con desdén. Al principio, yo pensaba que estaba equivocado, demasiado equivocado, que merecía la muerte. Pero, diablos, yo jamás lo iba a matar a él, y de cualquier forma matarlo no cambiaría nada. Seguiría viviendo en mi cabeza, como un fantasma.

No voy a negarlo, por supuesto: yo sentía una gran rabia cuando soltaba esos comentarios. Lo que trato de explicar es que esa rabia se depositaba en mí como un gran duende fantástico, pero inútil. Por eso, cada vez que él se expresaba de esa forma, yo simplemente lo observaba. Dejé de responder con insolencia. Dejé de competir. Dejé de gritar. No quería ser como él.

A la larga, me fui de la casa. Me conseguí un propio sitio para vivir, en dónde llevé una existencia tranquila y discreta, lejos de problemas.

Conseguí un trabajo como traductor. No ganaba demasiado, pero me bastaba lo que ganaba, y era dinero decente.

De vez en cuando pensaba en Myrna (y en todos los demás muertos), pero trataba de no hacerlo. A veces, por las noches, aparecía su rostro en mi cabeza, y yo procuraba apartarlo, pensar en otra cosa, pensar en mi trabajo, me ponía a trabajar. 

Y ahora Myrna estaba sentada a unos cuántos metros de mí, escuchando al Dalai Lama. 

Comencé a sudar profusamente. Me agarré fuertemente las manos, y las solté de inmediato: estaban pegajosas, viciadas. Mi mente diciéndome: “Es imposible, es un espejismo, estás loco, finalmente llegaste a la locura”, pero Myrna estaba sonriendo, estaba asintiendo a las palabras que el Dalai Lama hilaba con la boca, pájaros de aire. 

¿Qué es esto?, dije en voz alta. Una vecina de asiento me escrutó, con preocupación, no sé si molesta. Pero casi no la advertí, pues tenía temor de que Myrna estuviera, en alguna forma, viva, insólitamente viva. El temor era como un gato brusco, instantáneo. No lo toqué; solamente lo vi.

No estoy bien, concluí. Debo respirar. Debo volver a la realidad. Estoy en una conferencia del Dalai Lama. El Dalai Lama está hablando de las Cuatro Nobles Verdades. Quiero escucharlo y no saber nada de mi padre, de la manera cruel en que murió, minado por un cáncer de garganta, y cómo al final se mostró casi afectuoso, me tomó una mano, me sonrió. No deseo saber nada de Myrna Mack, muerta de veintisiete negras puñaladas, hace catorce años. No necesito este miedo a los militares, a los policías, a los uniformados. Prefiero escuchar la voz dulce, finalmente hipnótica, y como triste de pronto, de su Santidad. Esta dulzura entra en mí como una melodía, más bien una paciencia, una dicha quieta. Y todo, hasta las palabras del Dalai Lama se van fijando en esa blanda leche; no entiendo lo que dice, ni escucho ya al traductor; la melodía se deshace, la melodía se ha derramado sobre mí, me ha dejado desnudo, me ha dejado seco, está bien sentirse así de seco, tan seco como una herida seca, tan seco como una grieta por la cuál la vida respira, y se observa. El público se levanta, y aplaude mientras el Dalai Lama sale amistosamente de la sala. El gran murmuro recomienza. Todos se levantan. Busco a Myrna con la mirada. No hay rastro de ella.  
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